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DESPIERTA Y LEE
Columna
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Denuncia confortable

Fernando Savater

Buena noticia: aunque sea paradójico, el teatro puede resultar beneficiario de Internet. Los espectadores desertan de los cines y dan la espalda a la compra de DVD, pero vuelven a los teatros: a fin de cuentas, con canon o sin canon, es lo único que no puede nadie bajarse de la red. Recordemos la humorada de Jardiel Poncela, cuando tras el cine sonoro y luego en color, llegó la efímera propuesta del relieve: "¡Van a terminar descubriendo el teatro!". Por lo visto, corremos otra vez ese peligro, al menos quienes pretendan no sólo cambiar de menú en su pantalla, sino también dejar por un rato la pantalla fuera de su menú cultural.

Según Hannah Arendt, no hay un arte tan político ni, para más precisión, tan democrático como el teatro, porque se basa en decir, escuchar y comprender diálogos (incluidos los correspondientes silencios, para que Samuel Beckett no se enfade). De modo que vendría muy bien que subiera a nuestros escenarios una pieza centrada en el tema del terrorismo, quizá el más grave que hoy padecemos los españoles. Hace bastantes años -debería ya decir "muchos"-, el entonces director del Centro Dramático se reunió conmigo para ver cómo podría llevarse a cabo tal proyecto. Yo le bosquejé la posibilidad de un espectáculo teatral basado en el último día de una víctima de ETA: se compondría de una serie de monólogos de quienes le rodeaban (familiares, amigos, adversarios, comerciantes, compañeros de trabajo y el propio asesino) escritos por una serie de escritores vascos, Juaristi, Guerra Garrido, Aramburu, quizá yo mismo... Cualquiera menos Alfonso Sastre.

El texto de 'La paz perpetua' no puede ser más decepcionante

El asunto era delicado. ETA actuaba entonces con terrible asiduidad y podían temerse represalias contra la obra. Por otro lado, llevar los males del nacionalismo al escenario iba a herir bastantes susceptibilidades, sobre todo si la representación llegaba a escenarios de la CAV (en los festivales teatrales de por allí los grupos locales suelen hacer graciosas parodias de la Guardia Civil, etcétera). La intelectualidad progre tampoco lo miraría bien, porque su principal ocupación era "no hacer el juego a la derecha" y, por tanto, se abstenía de movilizarse contra la banda: menos mal que por fin llegó la guerra de Irak y encontraron una causa bonita para salir a la calle (algo con americanos dentro, lo esperaban desde que acabó Vietnam). De modo que el proyecto se dilataba en las dudas. Desde la Dirección General del ramo llegó una alternativa genial: si de lo que se trataba era de denunciar el terror, ¿por qué no montar Terror y miseria del III Reich, de Brecht? Seguro que el espectador avisado captaba la metáfora y trasladaba la denuncia del orden nazi hasta nuestro terrorismo nacional. Llegados a ese punto, lo mejor era olvidar la cosa, y es lo que hice.

Puede comprenderse el interés que me suscitó saber que Gerardo Vera había encargado una obra sobre el terrorismo a Juan Mayorga... y que esta vez sí que llegaría sin obstáculos al escenario. Pero me temo que La paz perpetua se queda a la misma distancia de nuestro problema que Terror y miseria, aunque en un nivel artístico notablemente más modesto. Sin duda, el trabajo de los actores es competente y de la escenografía y movimiento escénico se encarga José Luis Gómez, de modo que no hace falta más garantía. Pero el texto no puede ser más decepcionante: concurso de perros guardianes, adiestradores lisiados y malévolos..., para acabar en el clásico discurso de "no podemos portarnos como ellos", con la misma fuerza dramática y profundidad filosófica que un editorial de periódico.

Volvamos hacia Abu Ghraib, no miremos al peligroso Arrasate. Cuanto se plantea es tan tópico y obvio que no imagino quién podría sentirse molesto. No arriesga ni un pelo, pero refuerza la conciencia de las bellas almas que siempre deploran el mal sin hacer grandes esfuerzos ni por entenderlo ni por combatirlo.

Con gran optimismo, el programa de mano asegura que la obra de Mayorga "sólo plantea preguntas esenciales". A mí no me planteó más que una: ¿hasta cuándo nuestro teatro seguirá evitando el auténtico compromiso intelectual sobre este tema maldito?

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