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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Este mundo tan feliz

Rosa Montero

He aquí una noticia insospechada: el ser humano es un animal esencialmente feliz. O eso parece deducirse de un montón de estudios y de encuestas. Ya sé que resulta difícil de creer, porque la insatisfacción nos corroe, perseguimos quimeras, alimentamos frustraciones y somos por definición bichos inquietos. Por no hablar de los dolores habituales de la vida (la enfermedad, la pérdida, la muerte) y de los horrores que nos infligimos unos a otros: guerras, torturas, abusos y miserias. Por lo general tenemos el sufrimiento de la existencia tan presente que tendemos a concebir el mundo como un valle de lágrimas, y la desdicha nos parece mucho más abundante y más auténtica. Por ejemplo, según cifras de la OMS, cada día se suicidan 3.000 personas en el planeta, lo que viene a ser una cada treinta segundos. Este dato, espectacular, no lo ponemos en duda, desde luego, y ni tan siquiera nos sorprende. Estamos habituados a pensar en el aplastante peso de la vida.

Y, sin embargo, todo parece indicar que, a poco que le dejen, el ser humano intenta ser dichoso y lo consigue. Diversas investigaciones demuestran que, en tiempos de paz, la mayoría de los individuos se consideran a sí mismos más felices que infelices. He aquí una pregunta curiosa y digna de hacérsela uno mismo: si tuvieras que puntuar tu felicidad o tu grado de satisfacción ante la vida del 1 al 10, siendo 1 la desdicha absoluta y 10 la dicha más completa, ¿qué nota te darías? Cruzo artesanal y burdamente los complejos datos de varias encuestas (algunas tan enormes como la World Values Survey, sobre una muestra de 118.000 personas procedentes de 96 países) y me encuentro con que, de media, los individuos que escogen el 1 suman más o menos un 5%, mientras que los que se califican con un 10 están en torno al 12%. Lo cual es asombroso: si me hubieran preguntado antes de ver los resultados, hubiera predicho que nadie o casi nadie se otorgaría a sí mismo un diez redondo. En total, más de un 60% de las personas se ponen una nota de 6 o superior.

Y, por lo visto, esa felicidad tiende a aumentar, y desde luego parece tener una relación directa con el desarrollo económico, cultural y democrático. Los ricos también lloran, pero menos. Hay un trabajo interesantísimo de la ya citada World Values Survey sobre la evolución de la felicidad en 24 países en las últimas décadas. En este caso, la tabla de medidas va del 1 (nada feliz) al 4 (totalmente feliz). La media de todos los países está en torno al 3. Tres países, Suiza, Estados Unidos y Noruega, no muestran ni aumento ni disminución en su percepción de felicidad en los últimos treinta años; cuatro son un poco más infelices (Austria, Bélgica, Gran Bretaña y Alemania del Oeste), y el resto han subido. Entre ellos España, que, de 1981 a 2006, tortuguea en una lentísima, ínfima ascensión desde el 3 hacia el 3,1. Por cierto que no es, ni con mucho, el mejor resultado; por ejemplo, Irlanda, de 1977 a1999, subió de 3,1 a 3,4. Y Puerto Rico, de 2,9 a 3,5 entre 1963 y 2006. Nosotros estamos actualmente más o menos al nivel de la India, que ha subido de 2,6 a casi 3,1 desde 1975 hasta ahora. O sea que mucho alardear de nuestro carácter jaranero, de las fiestas y las copas y los amigos, del sol español y demás pamplinas, pero somos relativamente menos dichosos que la mayoría.

Y, aun así, lo maravilloso es comprobar que también somos mayoritariamente felices. Si nuestra media es de 3, eso quiere decir que nos estamos otorgando un notable alto.

Pero aún hay algo más: recientes investigaciones psicológicas parecen demostrar que los más felices (ese 12% que está arriba del todo) no son aquellos a quienes les va mejor en la vida. Un poquito menos de felicidad ayuda a ser más longevo (los ultrafelices tienden a desdeñar preocupaciones y miedos que a menudo son útiles avisos), a ganar más dinero, a desarrollarse más intelectualmente y a tener más éxito (porque cierta insatisfacción espolea la vida). Los mejores resultados, en fin, se consiguen en torno a una puntuación de 8 o de 9. O sea que esta maravillosa vitalidad nuestra, tenaz y adaptativa, no sólo nos ha regalado una propensión básica a la dicha, una alegría orgánica, innata y animal, sino que también le ha dejado un lugar y le ha dado una utilidad al dolor, al malestar y la melancolía. Qué prodigio, la vida.

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