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Reportaje:

Humor amarillo

25.000 asistentes al Womad toman las calles de Cáceres

Primero fue estupor. Al rato, algunas risas nerviosas. Una hora más tarde, la Plaza Mayor de Cáceres, abarrotada como pocos años se recuerda, se había entregado al hechizo de Pascals, los 14 músicos japoneses que se convirtieron en inesperados triunfadores en el arranque de la 17ª edición del Womad extremeño, el magno festival de ritmos étnicos que impulsó Peter Gabriel y ahora con sucursales por medio mundo. 25.000 almas se echaron a la calle la noche del viernes.

Pongámonos en situación. Una multitud de japoneses con cara de chiste irrumpe en el escenario con los sombreros más estrafalarios del mercado y un arsenal de instrumentos que incluye sección de cuerdas, banjo, clarinete, guitarra eléctrica y, muy importante, todo tipo de matasuegras y demás cachivaches. De pronto, el banjista se encargará de soltar globos con cadencia estratégica para que el ruido del aire expelido se convierta en un instrumento más. Eso, si el violonchelista no voltea el instrumento y choca su pica contra una sierra eléctrica para animar la fiesta con un aluvión de chispazos anaranjados.

El principal culpable de este bendito delirio es Rocket Mansu, un tímido que, a sus 51 años, tiene aspecto de un niño travieso. "Somos unos tipos serios", proclama en esforzado inglés, "pero en el escenario nos transformamos en 14 adultos con el síndrome de Peter Pan". Define su música como "un ejercicio de nostalgia a cargo de gente que ha enloquecido" y aclara que su sonido "raro, único y extraño", una intersección entre la Penguin Café Orchestra, la música tradicional nipona y las películas de vaqueros, "atrae al público oriental y al occidental".

A su lado toma resuello el gigantón Kuji Ishikawa, que desde el tercer tema ha comparecido ante la plaza en calzoncillos de cuadros, embutido en un par de bolsas de basura negras, accionando tambores y martillos de juguete, dedicándole sus mejores arrumacos a un orangután de peluche y practicando un baile tan espasmódico como el de un Chiquito de la Calzada con mucha pluma.

Tras semejante despliegue, llegó luego Concha Buika. Arrancó con un tema para piano y voz de su aún inédito tercer disco (Niña de fuego) y muchos se quedaron que ni fu ni fa. La mallorquino-guineana había templado la garganta con su té de la buena suerte e invocó "a la escuela de la calle", ese canto suyo, entre coplero, aflamencado y jazzístico. Mejor acogida, y también más previsible, se le dispensó a la siempre revolucionada Mala Rodríguez, que rebajó en 10 años la media de edad de la multitud en cuanto se plantificó en el escenario con sus kilométricos taconazos color rosa chicle, mallas a juego, sudadera blanca y esas gafas sin cristal que se han convertido en amuleto. Si hasta ese momento el público era más familiar y heterogéneo, a esas horas de la noche, con la rasca ya pegando de lo suyo, sólo se veía un enjambre de irisaciones azuladas inmortalizando el festival.

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