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Parada de monstruos

Chikichikismo: ésa es la expresión que aquí encarna la juerga del momento. Media España se ríe con una canción-icono borde; la otra media, atónita, no entiende nada. Un actor inventa a un personaje de quiero y no puedo: un Elvis enclenque, patilludo de pega, con perilla canosa, tupé Arriba España, gafas de cegato demodé, guitarra de juguete y lentejuelas en el chaleco. Al grito de ¡Perrea, perrea! -excepcional palabra de interpretación abierta-, la aparición, apoyada por esa media España que ya vuelve de todo y desea reír a carcajadas, se lanza al desafío más kitsch del universo: ¡vamos a ganar Eurovisión! El chikichikismo convoca así a los hados de la ironía global en un reto de fábula: la risa planetaria como conjuro a la parada -real- de los monstruos.

¿Les parece 'freak' Chikilicuatre? ¿Se han fijado en Bush, Putin Berlusconi y Sarkozy?

El actor da vida a un don nadie llamado Rodolfo Chikilicuatre, producto esperpénticamente eficaz de la televisiva factoría Buenafuente. Le envuelve una musiquilla insidiosa, pertinaz, tontita y pegadiza. A su lado, el Aserejé suena como El Concierto de Aranjuez. Nada es auténtico; todo es ficción y símbolo irónico de los excesos y desmesuras de un tiempo freak, plagado de fenómenos extraordinarios protagonizados por monstruos reales, visibles, conocidos.

Es el desafío al mundo de la cultura popular, la apoteosis de la apoteosis, la gran burla del ingenio de barrio mezclado con la tecnología avanzada de la intermediación y el disfraz: una divina birria. El Freak-chungo-made-in-Spain lleva al extremo de la ridiculez a todo aquello en lo que se basa el viejo truco, propio de los cómicos, de atraer la atención. Así, lo anómalo, lo extraordinario, el exceso, la desmesura, la maravilla -rasgos habituales de la realidad mediática cotidiana-, forman en el chikichikismo un engrudo espectacular: algo idóneo para el gigantismo temporal y espacial de la experiencia mediática que exhibe sin piedad su aterrador muestrario de anomalías vivientes.

Lo insólito -y meritorio- es que el conglomerado chikichiki no resulte repelente sino simpático, irónico y estimulante: es el humor frente el sentimiento trágico de la vida, la risa marginal frente a la trascendencia pretenciosa. El chikichikismo celebra que, pese a los monstruos, estemos vivos. Ése es su éxito: una provocación al orden freak de lo que llamamos globalización.

Vamos por partes. Eurovisión es lo de menos: lo que cuenta es la gran broma que pone en ridículo los monstruos, las fábulas sorprendentes, los incomprensibles milagros y las aterradoras, desmesuradas, patologías cotidianas de los reales amos del universo en su lucha por el poder, la hegemonía, la notoriedad o el dinero. El chikichikismo -fantasía simbólica que enlaza lo casposo con aquel cursi bueno de la cultura popular que tanto gustó a Ramón Gómez de la Serna- cristaliza, con benevolencia, el enorme esperpento de un mundo anómico, desorbitado, agónicamente postmoderno en el que todas las contradicciones florecen de la mano de freaks de postín.

Ayudémonos con algunos ejemplos de esos seres excepcionales y esas hazañas descomunales que configuran la parada -real- de los monstruos. Ahí está Berlusconi, Il Cavaliere: ídolo de masas, héroe de la no-política, revolucionario-ultracapitalista, profeta de la justicia sin justicia y portaestandarte de un modelo de orden mafioso que retorna en olor de multitud. No menos excepcional es la conjunción Sarkozy-Bruni o cómo la república más dura y seria del mundo se abre a las burbujas efervescentes del reino etéreo del look en un deslumbrador despliegue del macho hiperactivo ante la bella durmiente del bosque en el escenario del capitalismo ético. Fijémonos en el superhéroe Putin, capaz de heredarse a sí mismo en una pirueta estratégica digna de un Médicis o de un guión de Hollywood. Incluyamos en el lote a esos chinos que tan exitosamente ejercen el capitalismo autoritario, sublime síntesis de lo incomprensible con lo incompatible, de lo impensable con lo obvio, de la pobreza con la riqueza, del capitalismo con el comunismo, de lo exclusivo con lo masivo. ¡Y olé! La galería de sucesos extraordinarios, de hechos freak, es sustanciosa. Observemos la grandiosa batalla por la conquista de la virtualidad publicitaria entre los superhéroes de Microsoft y los inabarcables fantasmas reales de Google en el intento de dominar a Yahoo!, el omnipresente e incontrolable gigante de Internet: delirio de desmesura. Remontémonos al gran George W. Bush, precursor inmediato del mundo freak, con su capacidad para hacer realidad sus sueños de neocon inspirado por Dios y materializarlos en una guerra real secundada por otros mensajeros del más allá. Demos un vistazo a ese monstruo que mueve nuestras vidas reales, el petróleo, y extasiémonos en el misterio de su adoración obligada como motor de nuestro bienestar más banal. No olvidemos que el mundo freak perdura en criaturas que, como Ronaldinho, Paris Hilton, Esperanza Aguirre o Luis Aragonés, desatan emociones levantando una ceja.

Lo freak es el exceso, lo extraordinario, lo impactante, lo espectacular, lo sobrehumano: aquel exceso que se autoconfunde con lo excelente y hasta con el bien universal. En la parada de los monstruos todos se gustan mucho. Ante esa creciente pléyade de fenómenos de la naturaleza, el chikichikismo es casi de colegio de monjas, pura bendición.

Margarita Rivière es periodista y escritora.

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