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BORIS JOHNSON

Un llanero solitario con sentido del humor

Boris Johnson era muy popular en la sala de prensa de la Comisión Europea, en Bruselas, en los primeros años noventa. Eran sus tiempos de corresponsal europeo del muy euroescéptico The Daily Telegraph, y su agudo sentido del humor y su cáustico antieuropeísmo le convirtieron en la atracción más esperada de la, por lo demás, más bien aburrida misa diaria del portavoz de la Comisión. Con pelo amarillo, largo y revuelto, su traje demasiado ceñido para un cuerpo siempre al borde del sobrepeso, la camisa medio fuera del pantalón, Alexander Boris de Pfeffel Johnson, nacido en Nueva York en 1964, ya era en aquellos años noventa más o menos igual que ahora.

Educado en Eton y Oxford, Johnson, que había empezado con el pie torcido en periodismo -en 1987 le echaron del Times por falsificar unas citas de su padrino siendo redactor en prácticas- rehízo su carrera en el Telegraph, que a su vuelta de Bruselas le nombró comentarista político. En 1999 dejó el diario para dirigir el magazine de centro-derecha The Spectator, que dejó en 2005. Periodismo político y política a secas han estado siempre muy unidos en el Reino Unido, y Boris los mezcló en 2001, cuando heredó la circunscripción de Michael Heseltine y ganó el escaño por Henley representando al Partido Conservador.

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No hay mucho más que contar de su carrera política, corta y abrupta. Su máximo cargo ha sido portavoz de Cultura de los tories, cargo del que tuvo que dimitir en otoño de 2004 por un lío de faldas. Su posición ya se había debilitado mucho un mes antes, cuando Michael Howard le obligó a ir a Liverpool a disculparse por un editorial de The Spectator en el que criticaba la tendencia al sentimentalismo victimista de esa ciudad.

Pero Boris tiene una gran ventaja frente a muchos políticos: es muy conocido por su participación en programas humorísticos, en los que puede lucir sus reconocidos ingenio y rapidez mental. Y esa fama y su prestigio de llanero solitario es lo que ha querido explotar David Cameron al apoyarle como candidato del Partido Conservador en las elecciones a alcalde de Londres. Boris Johnson tiene una gran tendencia a meter la pata, pero también a convertir esas meteduras de pata en algo irrelevante y divertido. Es una cara nueva en la política, pero un viejo conocido del público.

En su campaña electoral ha conseguido ajustarse a lo que querían sus asesores: se ha cortado un poco el pelo, se ha metido la camisa en los pantalones y no ha metido la pata. Su programa ha puesto el acento en el problema de la violencia juvenil en una ciudad en la que las periódicas muertes de jóvenes a cuchilladas o a balazos entierran cualquier posibilidad de creer al Gobierno cuando dice que ha disminuido la delincuencia.

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No piensa dar marcha atrás en el peaje urbano introducido por su rival, pero está en contra de triplicar la tarifa para lo coches más contaminantes, una modificación que entrará en vigor en octubre próximo si el ganador de las elecciones no lo impide. Aplaude la mejora del servicio de autobuses, pero acusa a Livingstone de promover la delincuencia porque los nuevos autobuses de dos pisos ya no llevan revisor y por la tolerancia ante los usuarios que se cuelan sin pagar.

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