El viejo rebelde esgrime su veteranía
Es muy fácil ver a Ken Livingstone un sábado cualquiera desayunando en una cafetería de West Hampstead con sus dos hijos pequeños. O cruzarse con él en el metro a primera hora de la mañana. O verle salir del supermercado Waitrose, cruzando la calle hacia la estación de Finchley Road tras hacer la compra o, si va excepcionalmente cargado, dándose por una vez el gusto de coger un taxi hasta su casa, en el cercano barrio de Crikelwood, una zona más que modesta para todo un alcalde de Londres. Pero por algo los tabloides le apodaron en su día Ken el Rojo.
Nacido hace casi 63 años en el sur de Londres, es obvio que Livingstone cree en el transporte público. Su batalla en los primeros años ochenta para recortar los precios del metro y el autobús y financiar esa caída de la recaudación mediante impuestos para castigar a quienes se empeñaban en colapsar Londres con sus contaminantes automóviles, le consolidó como uno de los líderes del laborismo de aquel tiempo y le convirtió en un político muy popular.
Aquella fue una batalla ideológica que Livingstone ganó en la calle pero perdió en los tribunales, tras un sorprendente fallo de los jueces-lores a favor de la impugnación tory que facilitó a Margaret Thatcher su decidido empeño en desmantelar el Ayuntamiento del Gran Londres (GLC, en sus siglas en inglés). Eran los años en los que los tabloides le describían como "el hombre más odioso de Gran Bretaña".
De las cenizas del GLC, clausurado por Thatcher en 1986, surgieron 14 años después la Asamblea de Londres (órgano de control municipal) y la elección directa del alcalde, al volver los laboristas al Gobierno de la nación. El Nuevo Laborismo de Tony Blair veía en Ken a un político demasiado rojo para los nuevos tiempos de reformismo, y Livingstone, que perdió por estrecho margen la designación como candidato del partido a alcalde, se fue muy a su pesar y ganó las elecciones en solitario: se convirtió como independiente en el primer alcalde electo en mayo de 2000.
Fue el extraordinario triunfo de un maverick, de un rebelde con causa al que Tony Blair tuvo que rogar que volviera al redil para evitar una nueva humillación en las municipales de 2004. En sus dos mandatos como alcalde, Livingstone ha vuelto a revolucionar el transporte público. Primero, introduciendo en 2003 un peaje urbano a los coches que acceden al centro de Londres y luego apostando por la renovación de la flota de autobuses.
Ha transformado Londres en una ciudad vibrante y cosmopolita, que le ganó a Nueva York, Madrid y París la carrera por los Juegos Olímpicos. Pero digan lo que digan las cifras, la gente no se siente ahora más segura que antes en las calles de Londres y, tras dos mandatos de ocho años, su estrella corre el riesgo de apagarse. Los ataques de los tabloides han conseguido convertir en arrogancia lo que antes era independencia, y los pequeños pero numerosos escándalos que han salpicado a algunos de sus colaboradores han mermado la confianza en él. En sus terceras elecciones, Livingstone no juega ya a político rompedor, sino al veterano alcalde que sabe lo que necesitan los londinenses mucho mejor que su joven competidor, el excéntrico Boris Johnson.

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