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Reportaje:

Secuestrados. Muertos en vida

Desde la noche de los tiempos, el hombre ha secuestrado a sus semejantes. Para chantajear a Gobiernos, para obtener un puñado de dinero, para abusar sexualmente de la víctima… La acumulación de secuestros ha sido noticia permanente en los últimos meses. Sobre todo a causa de la desaparición de Madeleine McCain, la niña británica de la que no se supo más desde el 3 de mayo del año pasado. Se volatilizó en una urbanización del Algarve portugués. Este caso, alentado por Gerry y Kate McCain, sus padres, ha ocupado cientos de páginas de periódicos e incontables horas de televisión.Un auténtico culebrón que los ciudadanos de medio mundo han seguido con intriga y pasión. Cada año se registra en España un promedio de 50 secuestros, la mayoría relacionados con el narcotráfico, la prostitución o las redes de inmigración irregular. Suelen ser ajustes de cuentas entre hampones para forzar al clan de la víctima a que pague una deuda o a que entregue un alijo de droga.

La mayoría de estos asuntos pasan inadvertidos para la opinión pública, excepto si acaban con la muerte del rehén o si la policía decide publicitar, como un éxito sin precedentes, la captura de los delincuentes. Sin embargo, el secuestro de personajes famosos, el rapto de jóvenes y la desaparición de niños se han convertido en materia prima de las televisiones, que retransmiten casi en directo cada lágrima de la familia, cada avance en la investigación, cada pista -verdadera o falsa- que encuentra la policía… Ahí está el caso de la pequeña Madeleine McCain, convertido en reality show con impacto planetario gracias a las televisiones.

A principios de marzo, dos inspectores del Grupo de Secuestros y Extorsiones de la policía española tuvieron que hacer las maletas a toda prisa y volar de Madrid a Caracas para actuar como negociadores en el caso de dos empresarios españoles que habían sido secuestrados en Venezuela: el canario Maximino Manuel Brito Martín y el gallego Jesús Ovidio Domínguez Ventín. Tras casi dos semanas de cautiverio fueron liberados por la División Antisecuestro de Venezuela.

El pasado 6 de marzo fue secuestrado en Madrid Pedro Aguirre Ormaechea, de 62 años, vicepresidente de Decoexsa, una importante empresa de transporte de pescados y alimentos perecederos, junto con su colaborador José María Navajas (que fue liberado varios días después). Tras permanecer dos semanas encadenado, cegado con un antifaz y sordo con tapones en los oídos, Aguirre fue liberado en Portugal. Los delincuentes exigieron un rescate de 11 millones de euros. Hacía años que en España no se registraba un secuestro puro (la retención de una persona para forzar a su familia a abonar un rescate). Habría que remontarse al caso del futbolista Enrique Castro, Quini, secuestrado en Barcelona en 1981; a la niña Melodie Nakachian, en 1987, y a la joven madrileña Anabel Segura, que fue asesinada en 1993 por unos delincuentes chapuceros y sanguinarios.

Y ahí está también la convulsión social causada por el reciente caso de Mari Luz Cortés, la chiquilla raptada por un pederasta y hallada muerta en una ría de Huelva el pasado mes de marzo. Y Yeremi Vargas, el menor desaparecido hace más de un año en Gran Canaria. Y la adolescente Sara Morales, desaparecida en Las Palmas en julio de 2006.

La desaparición del bebé de un héroe de la aviación

El 1 de marzo de 1932 alguien trepó por una escalera de mano hasta una ventana de la casa del aviador Charles Lindbergh y su esposa, la rica heredera Ann Morrow, en Sourland Mountain (Nueva Jersey). La cuna del bebé de apenas 19 meses, que dormía placidamente, quedó vacía. En lugar del hijo quedó una extraña nota manuscrita. La policía halló en el barro pisadas de un hombre y un cincel. Eran las únicas pistas. El secuestrador exigió un rescate de 70.000 dólares al primer hombre que cruzó el Atlántico en solitario a bordo del Spirit of Saint Louis.

El secuestro conmocionó al mundo entero: Lindbergh era famoso desde que el 20 de mayo de 1927 había despegado del aeródromo Roosevelt y, tras un vuelo de 33 horas y 32 minutos, aterrizó en el aeropuerto de Le Bourget, cercano a París.

El as de la aeronáutica pagó el rescate. Con billetes marcados por la policía. Pero jamás volvió a ver con vida a su hijo. El 12 de mayo de 1932, apenas dos meses después del rapto, fue hallado un cadáver en avanzado estado de descomposición en una zona boscosa próxima a la vivienda de los Lindbergh. Los forenses lo identificaron. El pequeño murió de un golpe en la cabeza.

Las investigaciones cayeron en vía muerta durante dos años, hasta que un carpintero de origen alemán, Bruno Hauptmann, de 31 años, pagó en una gasolinera con un billete de 10 dólares. La policía aseguró que era uno de los que había pagado Lindbergh. Siguiendo esa pista, el inmigrante fue detenido, declarado culpable y condenado a muerte en la silla eléctrica de la prisión de Trenton. Pocas pruebas y muchos errores.

Rica heredera con 'síndrome de Estocolmo'

Patty Hearst, de 19 años, nieta del magnate de la prensa William Randolph Hearst, fue secuestrada el 4 de febrero de 1974 en su apartamento de Berkeley (California) por el grupúsculo Ejército Simbiótico de Liberación (ELS). Su objetivo era canjearla por dos guerrilleros presos en San Quintín por asesinato. Luego cambiaron de táctica y exigieron a la familia que distribuyera entre los pobres alimentos por valor de seis millones de dólares.

Dos meses después del rapto, Patty Hearst fue captada por las cámaras de seguridad de Banco Hibernia de San Francisco, asaltado por un grupo de individuos. No como víctima, sino como delincuente. La rica hereda empuñaba un fusil de asalto y utilizaba el nombre de guerra de Tania.

En septiembre de 1975, cuando fue detenida en un piso franco del ELS, saludó con el puño en alto y dijo ser guerrillera urbana. Cuando fue juzgada relató que había pasado 50 días encerrada en un armario y sometida a vejaciones sexuales. Fuese por eso o no, lo cierto es que la joven presentaba claros síntomas de padecer el síndrome de Estocolmo, un estado psicológico que hace a la víctima sentir simpatía por sus secuestradores. Hasta el extremo de llegar a enamorarse de uno de ellos y participar plenamente en las actividades del grupo criminal.

Fue condenada a cinco años de prisión. Sólo cumplió dos, ya que fue indultada por el entonces presidente de Estados Unidos, el demócrata Jimmy Carter. Con el paso del tiempo, y gracias a su fama de revolucionaria, la rica heredera ha participado como actriz secundaria en algunas películas de John Waters.

El padre del cantante famoso

Los miembros del Grupo Especial de Operaciones (GEO) tuvieron que recorrer decenas de kilómetros a oscuras para no ser detectados. Desde la casa de los terroristas se divisaba a cualquiera que se acercase al diminuto pueblo de Trasmoz (Zaragoza), donde mantenían secuestrado desde tres semanas atrás al doctor Julio Iglesias Puga, padre del famoso cantante del mismo nombre. Los geos tuvieron éxito, y lograron asaltar de madrugada la vivienda y rescatar indemne al rehén.

Ocurrió el 29 de diciembre de 1981. Unos falsos reporteros de una televisión alemana se presentaron en la consulta del ginecólogo, en la calle de O'Donnell de Madrid, y se lo llevaron consigo. Era una operación de autoabastecimiento de dinero perpetrada por ETApm, que unos meses antes había declarado una tregua. Nunca se supo con exactitud el dinero que los terroristas exigían por la vida del rehén.

¿Dónde está Publio?

"Escuche con atención. Le hablo en nombre de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre. Tenemos retenido a Publio Cordón Munilla. Volveremos a llamar para fijar las condiciones del rescate". Era la llamada de un terrorista a la familia Cordón para confirmarle que el propietario de Previasa y del grupo hospitalario Quirón estaba en su poder desde el 27 de junio de 1995. No se le ha vuelto a ver desde que hace 12 años fuera raptado mientras hacía footing en las proximidades de su casa de Zaragoza, cerca del canal Imperial.

El 9 de agosto, la familia pagó en París 400 millones de pesetas en billetes nuevos a unos activistas de los GRAPO. Nueve días después, un comunicante anónimo telefonea a la esposa del empresario, Pilar Muro: "A primeras horas de la mañana de hoy ha sido liberado el señor Publio Cordón Munilla en una zona determinada por él mismo y desde la cual se pondrá en contacto con ustedes".

Pasan minutos, horas, días, semanas… No llama ni vuelve a casa. El 31 de agosto, el yerno del empresario recibe un mensaje: "Soy el señor Benito [nombre en clave de un dirigente de los GRAPO]. Vamos a ver, hace tres días he hablado directamente con los camaradas que tuvieron retenido al señor Cordón. Me dijeron que, tal y como les habíamos comunicado, el día 17 le pusieron en libertad en los alrededores del campo de fútbol de Sarriá. Donde él había pedido. Es más, nosotros sabíamos que el señor Cordón había pedido unos días para no hacer aparición inmedita. Incluso lo escribió, ¿eh? Pero éstos son ya muchos días y hay que desmontar este montaje que está haciendo. Que aparezca. Si lo que piensa el señor Cordón es que se va a eximir de la responsabilidad que tiene contraída con nosotros, está muy equivocado; no lo vamos a permitir, y ya es hora de que aparezca".

Sin embargo, Publio no da señales de vida. La policía logra infiltrar a un topo en el comando que secuestró al empresario, lo que permite desatar una redada el 3 de noviembre que culmina con la captura de todo el grupo. En los interrogatorios insisten en que el rehén ha sido liberado.

Un ataúd para un vivo

Más de 500 días permaneció sepultado José Antonio Ortega Lara en un agujero de Mondragón, de apenas cinco metros cuadrados, húmedo e insalubre, tras haber sido secuestrado el 17 de enero de 1996 en el garaje de su casa de Burgos. Como enterrado en vida, en un ataúd en el que llegó a tener tal desesperación que había tomado ya la determinación de suicidarse. "Ortega Lara estuvo aquí", garabateó en una pared a modo de epitafio. La Guardia Civil llegó a tiempo de rescatarlo el 1 de julio de 1997.

ETA llevó a cabo el secuestro más cruel de toda su historia el 17 de enero de 1996. Eligió para ello al funcionario de prisiones Ortega Lara, que prestaba servicio en la cárcel de Logroño. ETA lo eligió porque, además de funcionario, era militante del PP, el partido que entonces gobernaba en España. Su objetivo: chantajear a José María Aznar para que reagrupara a los presos etarras en penales del País Vasco. En caso contrario, matarían al rehén o le dejarían morir por inanición. Para ello encerró a la víctima en el mismo agujero que anteriormente había servido para mantener encerrado en 1993 al empresario Julio Iglesias Zamora.

Tras la liberación de Ortega Lara, la reacción de la banda terrorista fue secuestrar una semana más tarde al concejal de Ermua (Vizcaya) Miguel Ángel Blanco, concediendo al Gobierno un ultimátum de 48 horas para que reagrupase a sus 502 presos. El Ejecutivo no cedió, y Blanco fue asesinado de un tiro en la nuca.

La mafia de la Costa del Sol

"Papá, estoy triste. Sueño ir con mi papá. ¿Por qué no pagas? Si tú no pagas están dispuestos a matarme. Estoy muy triste. Papá, yo te quiero y también quiero a mi hermanito pequeño. Sueño volver a casa porque estoy muy triste. Te quiero ver, papá, al igual que a mi hermanito". Raymond Nakachian, un multimillonario de origen libanés, un hombre duro y visceral, se derrumbó al escuchar la angustiosa voz de su hija Melodie, de apenas seis años, grabada en la casete dejada por sus secuestradores cerca de Puerto Banús (Málaga).

La niña, hija de Raymond y de la princesa coreana Kimera, fue secuestrada el 9 noviembre de 1987 por un grupo de hampones de origen marsellés. Exigieron un rescate de cinco millones de dólares. Además de la angustiosa grabación con la voz de la chiquilla, los mafiosos enviaron a la familia una prueba de vida (una foto suya sosteniendo un periódico del día) y una de sus dos coletas para demostrar que estaban dispuestos a todo. "¿Qué les ha hecho ella? ¡Que me ataquen a mí si son hombres…!", tronó Nakachian mientras sostenía en sus manos un largo mechón de cabello.

Tras 11 días de cautiverio, los geos de la policía liberaron a la niña en un apartamento de Torreguadiaro, cerca de San Roque (Cádiz). De haber llegado más tarde es probable que hubiera sido asesinada, y su cadáver, arrojado al mar. Los secuestradores fueron capturados, juzgados y condenados a prisión, mientras la pequeña Melodie se convertía en una joven estudiante de meteorología en una universidad de Madrid.

"Un negocio que salió mal"

"¿Por qué hicisteis esto?", preguntó un policía a uno de los secuestradores y asesinos de la joven madrileña Anabel Segura. "Fue un negocio que salió mal", respondió él, quitando importancia a su terrible acción.

Anabel Segura, una chica guapa e inteligente, había salido de su casa de La Moraleja el 12 de abril de 1993 para hacer un rato de footing. Estudiante de empresariales, ni siquiera reparó en la furgoneta blanca que le adelantaba y paraba unos metros más adelante. Un hombre forzó a la muchacha a subir al vehículo. Su gritos alertaron al jardinero del Colegio Escandinavo, que vio, impotente, cómo el coche se alejaba a toda velocidad.

Emilio Muñoz, repartidor en paro, y Cándido Ortiz, fontanero, golpearon a la joven para forzarle a darles información sobre su familia. Querían dinero rápido. Lo que habían planeado era una especie de secuestro exprés. Pero José Segura, director general de la petroquímica Lurgi, y su esposa, Sigrid Follers, estaban fuera. Desconcertados por ese contratiempo, sin infraestructura para mantener un secuestro durante largo tiempo, los dos desalmados circularon durante seis horas sin rumbo hasta llegar a una vieja fábrica de cerámica de Numancia de la Sagra (Toledo). Allí mataron a golpes a la muchacha y enterraron su cadáver en una fosa, bajo la ruinosa factoría.

Pese al fatal desenlace, los desalmados continuaron durante meses llamando a la familia con la pretensión de obtener un suculento rescate. Incluso enviaron una cinta magnetofónica en la que la esposa de Emilio, la churrera de Pantoja (Toledo), se hacía pasar por la secuestrada para transmitir un mensaje desesperado. Eso fue su perdición: la policía emitió la grabación miles de veces por radio y televisión, y acabó obteniendo una pista que condujo hasta los asesinos y hasta el lugar donde estaba enterrado el cadáver. ¡Fueron 900 días de tortura y angustia para la familia Segura!

Ocho años en manos de un pederasta

La joven austriaca Natascha Kampusch escapó el 23 de agosto de 2006 de la casa en la que un pederasta la tuvo retenida durante ocho años. Ocho largos años en los que fue víctima de los abusos y los caprichos de Wolfgang Priklopil, un técnico en electrónica que se suicidó arrojándose al paso de un tren al ver que su rehén había logrado fugarse. Cumplió lo que había prometido a la niña: "Jamás me cogerán vivo".

Natascha había salido de su casa de Viena el 2 de marzo de 1998 para ir a la escuela. Pero un hombre la raptó y se la llevó consigo en una furgoneta blanca. Tenía preparado para ella un zulo bajo su propio domicilio: a 2,5 metros de profundidad, de sólo cinco metros cuadrados, sin ventanas ni luz, cerrado por una puerta de acero.

La niña pasó muchos meses sin poder salir de aquel agujero. Luego, el raptor le permitió subir a la casa, y tres años más tarde hasta el jardín. Más tarde llegó incluso a salir repetidamente a la calle, escoltada siempre por el secuestrador. "Una vez salí corriendo por la puerta del jardín. Me pasó como a esa gente que no puede abandonar su casa aunque esté abierta la puerta. A mí me entró vértigo, no pude ver nada más y regresé tan pronto como pude para que él no se diera cuenta de nada", relató la joven tras recuperar la libertad.

"Me sentía como una gallina encerrada. Era verdaderamente desesperante. Siempre pensaba en cómo hacer para poder escapar. Pero no podía arriesgarme", contó la muchacha en una entrevista en televisión difundida en todo el mundo.

"Cada vez me da más pena. Era un pobre hombre. Todo lo que él me hizo se está alejando de mí. No está desapareciendo, sino que se está alejando, y ahora estoy tratando de vivir una vida normal", dijo Natascha tras conocer el secuestro del pérfido Priklopil, lo que más de uno interpretó como una constatación del síndrome de Estocolmo que padecía por los ocho años de constante contacto con él.

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