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Cien años alzando la voz

"Perdone, ¿han actuado en esta sala los tres tenores??.

La japonesa ha lanzado la pregunta en un inglés vacilante. Lluís, uno de los jóvenes guías del Palau de la Música Catalana, esperaba la pregunta. Es la que más veces se repite cuando, al finalizar la visita de 50 minutos al edificio, los turistas, acomodados en el segundo piso, con una visión panorámica sobre toda la sala bañada por la luz del mediodía, son invitados a intervenir.

Por este escenario han pasado desde Richard Strauss hasta Duke Ellington y Ella Fitzgerald, Enrique Granados, Arnold Schönberg, Artur Rubinstein, Pau Casals, Karajan, Bernstein, Rostropovitch? Pero los tres tenores nunca actuaron en el Palau. Esa referencia le falta a la sala, y así debe admitirlo el guía. La verdad es que él prefiere la otra cuestión que más se repite en estas sesiones: ¿cuántas rosas de cerámica hay en la ornamentación del techo? La respuesta es 2.140.

Hasta pasados los años cincuenta, fue para muchos la reencarnación del mal gusto
Domènech trató la fachada oculta con las mismas calidades que las que veía el público
Óscar Tusquets: "Sigo sin comprender por qué se edificó en un solar de calles tan estrechas"
En 1960, Jordi Pujol protagonizó en el Palau una sonora protesta contra el franquismo"

El modernismo es hoy un negocio en Barcelona. Lo atestiguan las colas ante la Sagrada Familia, la Casa Batlló o el Palau de la Música Catalana. Visitas de pago, naturalmente. En el caso del Palau, el billete cuesta 10 euros. Distribuidas en grupos de 50, el auditorio lo recorren 1.200 personas cada día. En 2007 superaron las 200.000. Estos ingresos superan a los obtenidos por la venta de entradas para los conciertos. Y sin embargo, el Palau mantiene una alta actividad musical: el año pasado convocó 359 espectáculos, sin dejar por ello de alquilar la sala a empresas privadas e instituciones para sus propios actos. Es una máquina que no duerme nunca.

El Palau ocupa un lugar de privilegio dentro del modernismo. ?Fue la primera gran afirmación colectiva, quizá una de las primeras piedras del catalanismo en política cultural?, ha escrito Oriol Bohigas. Ocurre que en Catauña las cosas generan espontáneamente valor añadido: al igual que el Barça es más que un club, el Palau de la Música es más que una sala de conciertos. Es un universo que contiene todos los ideales y todas las negaciones de esta sociedad, una gran visión de la modernidad acompañada por un rechazo ad hominem de la generación siguiente, acuciada por una necesidad pendular de regreso al orden. De la exaltación a la discreción, sin solución de continuidad: es la repetidamente diagnosticada ciclotimia catalana.

El Palau de la Música se inauguró hace cien años, el 9 de febrero de 1908. Fue una obra rápida, su construcción tardó menos de tres años. La primera piedra se colocó el 23 de abril (Sant Jordi) de 1905. Poco antes, el 9 de febrero, el diario La Veu de Catalunya había publicado los planos de la nueva sede del Orfeó Català, del arquitecto Lluís Domènech i Montaner (Barcelona, 1850-1923), junto con un artículo del poeta Joan Maragall titulado La casa dels cants (La casa de los cantos).

Aquello no se trataba de un sencillo encargo de una entidad cultural privada a un arquitecto de moda. Sociedad y arquitecto compartían el credo político de la Lliga Regionalista, que entre 1891, fecha de fundación del Orfeó, y 1908, inaguración del Palau, se convirtió en el nacionalismo hegemónico de Cataluña. Aquel edificio era un estuche de luz y sonido, un modelo utópico de sociedad que había de hermanar a una clase obrera culta con una burguesía patrocinadora de las artes, todo ello en nombre de un concepto superior fundamentado en la cultura: la Nación Catalana. Era un acto de fe, ciertamente, pues las bombas Orsini lanzadas por el anarquista Santiago Salvador en el Liceo, el 8 de noviembre de 1893, con el resultado de 20 muertos, a los que hay que sumar los causados por la feroz represión consiguiente, habían destrozado esa preconizada hermandad entre clases. Y un año después de la inauguración, aún llegaría a la ciudad la quema en serie de conventos durante la Semana Trágica.

Ajeno a estas tensiones, el grupo escultórico del imponente arco de proscenio del Palau, debido a los artistas Diego Masana y Pablo Gargallo, es una declaración programática de la cultura superior que debe florecer en el edén. A la izquierda, los orígenes populares, identitarios, están representados por el busto de Josep Anselm Clavé, el impulsor, hacia mediados del siglo XIX, de los coros obreros para educar a los desheredados de la tierra (el sauce y la chica tejiendo una guirnalda es una alusión a su canción Les flors de maig). A la derecha, entre dos columnas jónicas, Beethoven, y por encima de él los caballos desbocados de las walquirias. Dicho de otro modo: el repertorio popular unido al clasicismo culto y a la vanguardia del momento.

Pues bien, tanta carga simbólica fue aborrecida de inmediato por la generación siguiente, la de Eugeni d?Ors, Gaziel, J. V. Foix y el periodista Manuel Brunet, quien acuñó la afortunada expresión del ?Palau de la quincallería catalana? para condenar el abuso ornamental. No menos crítico se mostró Josep Pla. En su libro Barcelona, una discusión entrañable ?que recoge las impresiones de su época de estudiante en la ciudad, a partir de 1913? responsabiliza directamente al ?horripilante? Palau de su propia falta de sensiblidad hacia la música.

Más que ninguna otra obra, el Palau de la Música Catalana fue para la generación siguiente la encarnación del mal gusto. Una pesada sentencia que el acusado arrastró hasta principios de la década de los cincuenta, cuando el crítico Alexandre Pellicer y el arquitecto David Mackay empezaron a amnistiarlo.

?La del Palau es una historia que acaba bien, se salvó del derribo?, explica Óscar Tusquets, que desde 1982 es el arquitecto de cabecera del edificio, autor de las sucesivas ampliaciones y restauraciones de los últimos 20 años. ?La generación de mis padres odiaba el modernismo. Yo mismo, de niño, le tenía mucho miedo. Recuerdo que apretaba el paso cuando pasaba por delante de La Pedrera, me parecía como el foso de los osos del zoo?.

Óscar Tusquets, que fue, a contracorriente del progresismo oficial, amigo y colaborador de Dalí, considera que a él se debe buena parte de la recuperación de este estilo, que en los años sesenta tomó un nuevo impulso: la famosa B de Bocaccio, la discoteca de la gauche-divine, fue un icono del modernismo revisitado, al igual que la decoración de dos emblemáticos restaurantes de la ciudad, el Via Véneto y el Reno. ?Estaba en el ambiente. Era también la época en que los arquitectos catalanes descubrimos la revista Casabella y teníamos la mirada puesta en Italia. Pero la auténtica defensa del Palau la lideró David Mackay, cuando nos hizo notar que si se suprimía toda la ornamentación quedaba un edificio racionalista?.

Tusquets lleva años investigando ese edificio y aún hay cosas que no llega a explicarse. ?No entiendo que la sociedad que patrocinaba la construcción adquiriera un solar tan malo y estrecho como ése y que renunciara a disponer de un edificio exento?. La verdad es que se analizaron otros posibles emplazamientos, pero el director del coro, Lluís Millet, quiso ennoblecer la elección del solar el día de la inauguración hablando de la ?casa sagrada? que surgía ?en medio del corazón de la ciudad futura?, en alusión a la próxima apertura, muy cerca de allí, de la Via Laietana, que iba a comunicar el Eixample con el mar.

?Todo eso está muy bien, pero yo sigo sin comprender por qué se edificó un solar delimitado por calles estrechas que ya los bomberos de la época decían que no eran seguras porque no les permitían maniobrar con los carros?, remata Tusquets. El solar, que antes había ocupado el claustro de un convento, tenía una forma irregular, y ello obligó a Domènech a elevar la sala seis metros sobre el nivel del suelo para buscar el máximo aprovechamiento de la planta. El volumen de la sala es escaso en relación con el número de espectadores que caben, poco más de 2.000: si lo ideal es que cada uno de ellos disponga de 10 metros cúbicos de aire, el Palau debe conformarse con 6,5. Los tiempos de reverberación son demasiado breves, a pesar de los buenos materiales empleados, como el vidrio, la cerámica o el hierro. ?Para un concierto coral o de cámara es una sala adecuada, pero no para la música sinfónica, que precisa más aire?, concluye Tusquets.

Además, a última hora, Domènech i Montaner se vio obligado por la junta de obras a incluir más plazas de las inicialmente previstas, ya que la entidad registró un aumento del número de socios que obligó a tomar esta medida. Domènech ganó localidades construyendo en el segundo piso sobre el foyer. Hasta en eso el edificio refleja la sociedad que lo construía: una sociedad densa, abigarrada, sofocante.

Óscar Tusquets ha estudiado a fondo (Todo es comparable, Anagrama) la relación que hubo entre cliente y arquitecto. ?Acabaron seriamente enfrentados, pues el presupuesto se había disparado y llegó un momento en que los propietarios decidieron cerrar el grifo de los recursos financieros?. Desde luego, no podían comprender por qué, por ejemplo, el arquitecto se empecinaba en tratar con la misma suntuosidad decorativa una de las fachadas que quedaba oculta tras la antigua iglesia de Sant Francesc de Paula, de la que la separaban apenas tres metros de un oscuro patio interior.

La reforma llevada a cabo a partir de 1990 es en buena medida la respuesta a ese dilema. Óscar Tusquets lo ha analizado en otro libro suyo: Dios lo ve. En efecto, al igual que el arquitecto del Partenón de Atenas cuidó con esmero los relieves de los frontones aun a sabiendas de que serían colocados a una distancia del suelo que los haría pasar inadvertidos al ojo humano, Domènech trató esa fachada invisible con la misma calidad de vidrieras, cerámicas y elementos formales que las demás. La conclusión de Tusquets es que el buen arquitecto trabaja siempre para el ojo de Dios. Y fue un milagro que, pese a las presiones para economizar que recibía, Domènech no cediera en ese punto.

A sus muchas singularidades, el Palau de la Música Catalana suma otra realmente destacable: no sólo no ha chocado con la iglesia que limitaba su expansión y perjudicaba seriamente las audiciones ?cuantas veces, al levantar el director la batuta para atacar el acorde inicial, se veía obligado a desistir hasta que el reloj del campanario acabara de cantar los cuartos y las horas?, sino que ha conseguido su traslado a otro lugar. Un caso único. Pero ésta es una historia que mejor que nadie puede explicarla Félix Millet, sobrino-nieto del fundador y actual presidente del Orfeó Català desde 1978.

?El secreto fue acometer la reforma por etapas. Lo primero, remodelar los camerinos, reacondicionar la sala y sobre todo poner aire acondicionado?. En esta primera intervención, gracias al nuevo espacio ganado, se procedió a remodelar la planta baja, donde se hallaban las antiguas oficinas de la entidad. Así fue posible construir un espacioso bar y remozar la sala de ensayos del coro.

Fueron intervenciones de urgencia, pero la cuestión de la iglesia hubo que afrontarla más tarde, con muchos más rodeos. ?Fuimos a ver al cardenal Narcís Jubany para proponerle cortar un trozo de la nave central del templo a cambio de restaurar el campanario y la fachada principal y reformar la vivienda del cura?. Así fue como, en 1990, se empezó a descubrir una parte mínima de la fachada hasta entonces invisible. Hubo que rehacer el ábside del templo, pero a cambio se obtuvo una pequeña plaza pública.

La iglesia de Sant Francesc de Paula daba servicio a una parroquia muy reducida por la proximidad de la catedral o la iglesia del Pi. En realidad, hubiera desaparecido de no haber sido asaltada durante la Guerra Civil. Con motivo del centenario de la fundación del Orfeó Català, en 1991, Millet realizó una visita privada al Papa y consiguió exponer ante un cardenal el problema de la iglesia para el auditorio. ?Al cabo de un tiempo tuvimos permiso para derribarla, a cambio de construir un nuevo centro religioso en la zona de Diagonal Mar?.

Fue la segunda salvación del Palau de la Música. Por entonces se había tomado ya la decisión, tras no pocas discusiones, de encargar a Rafael Moneo la construcción de un nuevo auditorio en otra zona de la ciudad. Eso significaba que la Orquestra Ciutat de Barcelona i Simfònica de Catalunya iba a disponer en un futuro de casa propia, tras haber vivido como realquilada en el Palau desde 1944, cuando fue fundada por Eduard Toldrà. Y también significaba que el Palau tendría 80 conciertos anuales menos. El Auditorio se inauguró en 1999. ?La apertura de ese centro fue nuestra fortuna, contrariamente a lo que muchos pensaban. A partir de ese momento empezamos a realizar las visitas guiadas y conseguimos abrir las puertas del Palau a la gente?, opina Millet. Para esta segunda ampliación, el Palau contó con el Gobierno del PP, que fue quien pagó la mayor parte del presupuesto. ?Conocí a Aznar en un acto de la empresa familiar, siendo ministra de Ciencia y Tecnología Anna Birulés. Me dijo que hablaría con la ministra. Fue en un sucesivo encuentro cuando le pedí a bocajarro 2.100 millones de pesetas. Me dijo que sí y mantuvo su palabra?.

Según datos facilitados por el consorcio del Palau, las aportaciones del Ministerio de Cultura entre 1999 y 2010 alcanzarán los 19.683.106 euros. En el mismo periodo, la Fundació Palau de la Música habrá aportado otros 11.430.938 euros. La Generalitat colabora con 2.081.780 euros; el Ayuntamiento, con 1.667.930, y la Diputación de Barcelona, con 300.506.

En la segunda intervención se ha conseguido liberar completamente la fachada que aún quedaba parcialmente escondida, ampliar la plaza pública, construir una sala de cámara con capacidad para 600 espectadores y un nuevo restaurante, además de varias salas de oficinas. ¿Puede darse por culminada la rehabilitación? Prácticamente sí, aunque Óscar Tusquests mantiene la idea de que hasta que no sean devueltas a las balaustradas del anfiteatro y del segundo piso unas vistosas guirnaldas floreales de hierro forjado ?él propone reconstruirlas en madera para no afectar a la acústica? que recorrían todo el perímetro de las plantas el día de la inauguración, el proceso no habrá culminado. Pero en ese punto no hay acuerdo para acometer la restauración. Propiedad y arquitecto siguen manteniendo alguna zona oscura.

¿Era ése el futuro del Palau de la Música Catalana que los fundadores del Orfeó, Lluís Millet y Amadeu Vives, y el arquitecto Lluís Domènech habían previsto? Desde luego que no. La suya era una sociedad industrial, con todas las tensiones sociales propias del momento. Difícilmente hubieran podido imaginar que aquellas fábricas en apariencia tan sólidas acabarían desapareciendo en los años setenta-ochenta del siglo pasado, que la ciudad se consagraría en masa al sector terciario y se convertiría en destino privilegiado del turismo globalizado. Tampoco podían imaginar que la mayor parte del consumo de música se produciría a través de unos aparatitos que caben en un bolsillo y proporcionan horas y horas de audición. La música ha perdido ese carácter elevado, formativo y asociativo que aquellos hombres descubrieron en ella. Ahora ha entrado de lleno en el terreno del consumo. Del ocio. Tampoco la nación es ya lo que fue para el romanticismo. Hoy pasa por algo tan prosaico como la publicación de las balanzas fiscales. El sueño convertido así en una cuestión de cifras: más prosaico, imposible.

Pero el Palau de la Música sigue todavía creando cierta confusión entre el plano artístico y el político. Una exposición divulgativa en el Palau Robert, con motivo del centenario, repasa la excelencia de la oferta artística de la casa a través de 50 espectáculos que han tenido lugar en su escenario. Se trata siempre de conciertos de primera línea, como el recital de clavicémbalo de Wanda Landowska, en 1909; una Misa en si menor, de Bach, con el médico Albert Schweitzer al órgano, en 1911; el recital de piano que ofreció Maurice Ravel en 1924; el estreno mundial del Concierto de Aranjuez, de Rodrigo, en 1940, o la presentación de los cantantes más destacados de la nova cançó. Pero en el año 1960, la coherencia artística de la selección se rompe: el protagonismo es para Jordi Pujol, autor de una contestación al franquismo que acabó mandándole a la cárcel y de ahí a la futura presidencia de la Generalitat. El Palau no ha dejado nunca de ser más que una sala de conciertos, cien años después de su apertura.

La visita de los turistas al Palau de la Música Catalana concluye con una audición del órgano alemán, restaurado también con motivo de la última reforma, acabada en 2004. Una audición automática, seleccionada por el guía a través de un mando a distancia. En el grupo hay unos cuantos bachilleres franceses. A la salida, uno le pregunta al otro si le ha gustado.

?La luz, mucho, es impresionante. Pero a mí las cosas tan recargadas no me van?.

Una caja de luz, una experiencia casi mística: los conciertos matinales del Palau son en efecto bellísimos, incluso demasiado; la poderosa imagen te distrae de la música. En otro orden de cosas, la apreciación del chico demuestra que la acusación de mal gusto sigue planeando sobre el edificio. Por fortuna, hoy esa cuestión ya no es una amenaza. En 1997, el Palau fue declarado patrimonio de la humanidad. Domènech i Montaner puede descansar tranquilo: su universo ha sido declarado parque natural del espíritu, aunque ya nadie sepa muy bien de qué espíritu se trate.

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