Decadencia y barbarie
Leí hace poco que al diseñador Philippe Stark le avergüenza su trabajo. Tuve que repasar la información varias veces, de pura incredulidad. ¿Por fin, un genio del envoltorio reconocía que lo suyo es mucho ruido y pocas nueces? Guardé el recorte -perdonen la nostalgia: quiero decir que envié el breve a mi carpeta virtual de asuntos pendientes-, prometiéndome investigarlo más a fondo. No es que yo sea una depredadora de diseños. De hecho, todos mis vibradores han sido estilo sueco años 60, siempre con las últimas novedades, en lo que respecta a motorcillos y cambios de marcha, incorporadas. Sin embargo, he tenido que convivir con el diseño Stark más de una vez en algún hotel de los USA a donde he ido a parar en aras del periodismo, peligrosa profesión.
Me asombró que Stark reconociera la inutilidad de su oficio y pensé que el hombre debía de hallarse desesperado si, a su sesentena, había llegado a la conclusión de que nada de lo que ha hecho sirve. Rayos, estuve a punto de telefonearle para darle consuelo -eso fue después de guardar el suelto, pero antes de leer la conferencia completa dictada por Stark, colgada en Internet-, para decirle que la belleza y originalidad exteriores de los objetos también es un signo de identidad -del vacío, del lujo, del tocapelotamiento-, y que él pasará a la historia aunque sólo sea por su exprimidora. También deseaba perdonarle el haberme obligado a estrellarme varias veces en el jardín del hotel Mondrian de Los Ángeles por culpa de sus macetas gigantescas.
Básicamente quería decirle: mira, chaval, no es culpa tuya. Es la época. Se acabaron los dineros fáciles para gastar en salvas. El mundo está demasiado jodido para comprarse antifaces, demasiado desgarrado para que lo apedacen con otra exquisitez que no sea la de la compasión bien entendida ni otro diseño que no sea el de la distribución igualitaria de los bienes que van quedando, pese al expolio generalizado de los medios de producción y de las riquezas del planeta.
Lo mismo les diría a los divinos arquitectos. Iros a Dubai, a los Emiratos A cualquier lugar en donde hayan decidido crear el espejo distorsionado de nuestros skylines. Pero sabed que ya no cambiáis las ciudades, ni ayudáis al ser humano -salvo a un único ser humano: el que cobra por el proyecto-, ni todas esas patrañas que nos largáis para justificar la construcción de lo que son, a menudo, verdaderas obras de arte abstractas y representativas de nuestro absurdo. Aquí, en Occidente, vuestras obras se apelmazan en el muro: no os queda sino contribuir al esperpéntico e igualmente vacío engalanamiento de Oriente. Y debéis consolaos, porque lo mejor ya está hecho. El Chrysler Building y el puente de Brooklyn ya están construidos. Claro que eso es anterior a vosotros, pero no me quiero poner picajosa.
Digamos que ya tenemos la envoltura que nos merecemos, y en algunos casos hay que aceptar que es verdaderamente hermosa. Hay que empezar de nuevo.
Hozaba en estas sensatas reflexiones cuando cayeron frente a mis ojos, vía pantalla de ordenador, las frases pomposas de Jean Nouvel -el de la torre Agbar: copia de mis vibradores, si no les molesta, pero no pienso pleitear-, tras la recepción de un prestigioso premio. Parece que está dispuesto a seguir con lo suyo, cosa de la que me alegro, porque tiene edificios notables. Pero no deja de resultar angustioso que esta gente ni se entere, ni quiera enterarse del mundo en que vive. Si Dante hubiera vivido hoy habría mandado a los de su especie a vivir la eternidad con los pirómanos urbanos. Les encantan los solares vacíos, no importa de dónde vengan.
Me sentí tan desazonada por la insensibilidad de Nouvel como determinada a averiguar qué había dicho realmente Philippe Stark. Y así fue como entré en www.ted, encontré el vídeo de su conferencia y comprendí que el tipo lleva tiempo dando vueltas a la misma idea, pero a su manera: si los tiempos son bárbaros, no hay espacio para el arte. No hay sitio para lo superfluo, diría yo. Pero a la barbarie le ha precedido la decadencia.
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