Guapa y más que guapa
El año pasado, cuando me llegó el turno de escribir mi consabido artículo sobre la Semana Santa, intenté enmendarme y hacer un elogio que titulé "Presiosa", diciendo eso, lo presiosísima que es esta Pascua tan española y que cada vez va a más: ya participan en ella, como costaleros o cofrades, hasta políticos de los que más o menos se sabe -en su zona- que regentan o son socios de unos cuantos puticlubs. Pero de poco me sirvió mi nueva actitud, porque iba yo hace unos meses por la calle cuando, desde la otra acera, un trío de individuos de mediana edad me gritó: "¡Javier Marías! ¡Eres un futbolero!" Bueno, eso fue lo que entendí -la calzada abarrotada de coches estruendosos, como es lo habitual-, y sin duda entendí muy mal. Debieron de decirme más bien "¡Eres un mierdero!" o algo por el estilo, a tenor de lo que vino a continuación: "¡Yo soy de la Semana Santa", añadió el que llevaba la voz cantante, "y todos los años me insultas!" Creo que sólo acerté a contestarle: "No, yo a usted no puedo insultarlo, porque ni siquiera lo conozco". El sujeto insistió, sin embargo, con la mera repetición: "¡Sí, me insultas a mí y a todos los que son como yo!" La cosa no estaba como para entablar un diálogo a gritos, y tampoco nos encontrábamos a la altura de un semáforo, para cruzar ellos o yo. Así que seguí mi camino y supongo que ellos el suyo -furiosos como iban-, y no hubo más.
Bien, no debió de bastar aquella enmienda mía ni el canto a su presiosidad, de modo que este año decidí participar en unas cuantas procesiones como espectador, quiero decir asistir a ellas como al espectáculo que se asegura que son. Porque ya casi nadie, ni siquiera la Iglesia que las monta e impone a toda la población, hace hincapié en su religiosidad, sino en la "manifestación cultural incomparable" y en el "sublime espectáculo" -españolísimo, además- que constituyen. Y sí, debo admitir que son una de las cosas más emocionantes y trepidantes que he contemplado. Más o menos como una carrera de Fórmula-1, sólo que aquí la incertidumbre consiste en saber cuánto tardará en llegar el paso de una esquina a la siguiente, si treinta o treinta y cinco minutos, y cuánto durará la procesión entera, si cuatro horas o cuatro y media. Como en Madrid había nada menos que diecinueve, me las vi y deseé para poder estar en casi todas, porque son de una enorme variedad. Fíjense, a ver si no: en unas los capirotes son morados, en otras negros (es lo predominante, colores festivos), y también blancos, verdes y azules; en unas sacan efigies de la Virgen y en otras de Jesucristo y en algunas de los dos; en unas hay penitentes descalzos que arrastran cadenas y en otras los hay que se fustigan; en unas hay la tira de curas y en otras menos; en unas hay muchas señoras con peineta y de negro y en otras no tantas; en unas se tocan tambores de guerra y en otras, además, trompetas de ejecución; en unas se entonan ininteligibles saetas y en otras la gente grita cosas ("¡Viva la Madre de Dios!", por ejemplo, o "¡Guapa, guapa, más que guapa!", todo dirigido a las efigies, que por desgracia no oyen nada). Una cosa apasionante, y de lo más ameno, no hay un solo tiempo muerto. El carácter de espectáculo es innegable, pues a lo único que en verdad atiende la gente es a las fotografías que se dedica a sacar sin parar, y no me extraña, toda procesión es una caja de sorpresas.
Y qué zozobra, la que se padece. Uno se va preguntando si los costaleros podrán dar o no un paso más, y si lo harán al unísono o se trastabillarán y durante unos segundos se habrán de parar, ay qué nervios. Como los de una corrida, más o menos. A cada pasito casi dan ganas de gritar "¡Olé!", o por lo menos "¡Huy!", como en el fútbol. Y luego, hay que ver el buen humor de la gente, que sin duda se lo pasa bomba. Nadie va ceñudo, ni bosteza, ni se cansa, ni se larga, ni tiene un mal gesto hacia los no creyentes que, con osadía infinita, intentan atravesar las calles ocupadas por la procesión, tal vez porque viven en ellas y han de entrar en sus casas. Nadie los mira con censura y todo el mundo les abre paso con cortesía y generosidad. La gente es que es simpática y tolerante en España, sobre todo la grey católica, y los obispos no digamos, qué júbilo y caridad se ve en sus rostros cada vez que salen a manifestarse contra el Gobierno ateo o a favor de la amenazada familia, contra los matrimonios gay (ellos sí que son gays, es decir, alegres, que no otra cosa significa esa palabra en inglés y la han usurpado los pervertidos) o a favor de la asignatura de Religión, con sus gafas oscuras como las del jovial Pinochet, a quien Dios tenga en conserva, como dijo aquella buena señora en televisión.
Así que me han convencido. La Semana Santa española es un espectáculo inigualable, y no me extraña que los turistas se mueran por contemplarlo. Dónde si no van a ver las ciudades tomadas durante ocho días por encapuchados enardecidos; dónde van a ver a una población que se lanza a la calle para seguir con ánimo ligero y paso vivo a unas supermodernas efigies rodeadas de cirios; dónde van a oír algo tan atronador como esos tambores de guerra que casi parecen africanos; dónde se van a divertir tanto, en suma, sino en esta Semana Santa tan nuestra, que nos la dé Dios todos los años y San Pedro nos la bendiga. Guapa, guapa, más que guapa.
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