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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Batería de ruinas

Fin de semana de arrodillados que avanzan y de cera blanca de misticismo, y finde místico también del Dalai Lama, que levita a 4.000 metros de altura inclinándose en la foto ante el rostro progre de la primera potencia del mundo. Fin de semana de cine, claro -la oscuridad es un millón de inocentes, que decía Arthur Machen-, y en el Alexandra han estrenado la emocionante película de Jesús Garay Mirant al cel, donde el cielo no es el de la hora sexta y el de los sepulcros abiertos, que cuentan los Evangelios, sino que es una cortina rasgada de bombas voluntarias, italo-franquistas, y es un cielo cinematográfico explicado por testigos de primera mano; por Juan Goytisolo contando cómo vio o acaso no vio irse a su madre de cabeza al bombardeo que la mató, o por el cirujano Moisès Broggi, que recuerda el espanto de heridas nunca vistas producidas por un ataque como nunca antes se había visto. En la película de Garay lo que se documentaliza, y lo que se narra, es, por supuesto, el bombardeo que arrasó Barcelona y dejó a las mujeres ensartadas en las rejas de la Universidad durante los días 16, 17 y 18 de marzo de 1938.

Llevado por la película y por el amor a las nubes, he subido de nuevo al Carmel, esta vez hasta la cima del Turó de la Rovira, donde quedan los restos de la batería antiaérea con que la República quiso defender Barcelona de los bombardeos; pero ahora, en vez de aparecérseme el espíritu de Baudelaire, como le puede ocurrir a cualquiera que ande por esta montaña, se me ha manifestado el espectro panteísta y barbudo de Allen Ginsberg. Y lo que Ginsberg me ha dicho con su voz de ángel vagabundo que arde perpetuamente como una dinamo en la noche de la poesía, es que lo que se ve a los pies de esta colina proletaria ya no es Barcelona, sino pos-Barcelona. Entre las ruinas de la batería antiaérea crecen las plantas nitrófilas, con sus flores amarillas que anuncian peligro, y que cogidas en ramo son un ramo de flores para un antiguo amor heavy metal, y, llegados desde lo más profundo de la ciudad, los dibujos de los grafiteros afloran a la superficie del hormigón resquebrajado de esta batería, y al pasar entre las antenas gigantes de esta colina el viento zumba, silba su silbido respiratorio con el ansia de una bestia asmática. Y se escucha también junto a estas ruinas, pegadas a la tierra como un poblado ibérico, el canto de algún gallo que mira con vista clara la primera luz de la primavera, y se oye el canto de una bandada de pájaros invisibles, y se contempla el vuelo de un grupo de palomas con el interior de las alas pintado, igual que aviones de guerra. Y se ve pasar a un hombre que va llenando un saco de hierbas para los conejos: "Los perros se las comen para purgarse. Como están dulces...".

La batería antiaérea es un montón de escalones de cemento que llevan al final de la historia, y lo que a partir de ahora sigue es poshistoria (y la novela es posnovela, y el humor es poshumor, ha visto Jordi Costa, y los norteamericanos, qué tíos, han dicho que Obama no es negro, sino posnegro), y la batería es un puñado de pasadizos subterráneos donde se refugiaban los soldados que defendían la posición, y donde se almacenaban los proyectiles de los cañones Vickers 105, pero que ahora son pasillos renegridos de fuegos y de cenizas que ha dejado algún merodeador. Lo que hoy se ve a los pies de la batería antiaérea es una ciudad con el cielo y el mar fundidos en una misma gota de plomo ecológico sin plomo, y que ha pasado de las colas del racionamiento a las colas de la abundancia. Entonces, en esta batería antiaérea, solitaria e inútil, a uno lo que le sale es una crónica de autodefensa, que apunta contra los fantasmas del presente, y que quizá sea ya una poscrónica.

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