Un pubis verdaderamente angelical
El otro día ponían en La 2 un concierto de Michael Jackson. Nunca le había visto actuar, aparte de los clips publicitarios de alguno de sus temas. Sin duda es un gran artista, eso ya se sabe: su música es brillante y su forma de bailar es simplemente asombrosa. Pero no fue eso lo que me llamó la atención. Lo que resultaba insólito y curioso era el mensaje aparentemente contradictorio que ofrecían sus gestos y su figura. Ni qué decir tiene que el aspecto de Jackson era el de siempre, o sea, de alienígena procedente de alguna galaxia remota. Llevaba una especie de maillot de color dorado muy ajustado al cuerpo y con las sisas de los muslos bastante altas, un traje parecido al de las vedettes de variedades, sólo que sin escote y enseñando por abajo unos estrechos pantalones negros, en vez de las habituales medias de rejilla de las chicas. Pues bien, el caso es que, mientras cantaba y bailaba, Jackson se agarraba todo el rato el paquete con ademán ostentoso, como el más grosero y obsceno de los machistas. Sólo que el gesto del artista no resultaba obsceno en absoluto, porque no había paquete que agarrar. Antes al contrario, la tirilla dorada que se metía entre sus piernas, conformando un brevísimo triángulo, resaltaba, sin ningún género de dudas, una zona genital totalmente plana, un sexo sin sexo, un pubis verdaderamente angelical.
Lo fascinante y lo chocante era eso, la increíble desmesura de su manoteo venéreo y la persistencia de su exhibicionismo (estaba todo el rato tocándose la nada), en combinación con su físico de criatura totalmente asexuada. Porque, más que encontrarse instalado en la ambigüedad, cosa que supondría la indefinición entre varias sexualidades, Jackson es la apoteosis del no ser, de la ausencia. Bajo el terso traje dorado, su entrepierna recordaba la de la muñeca Barbie. Pulcra carne de plástico. Jackson es tan erótico como un hombrecito de Lego.
El concierto era en un gran estadio lleno a reventar. Los miles de fans, una inmensa mayoría en la adolescencia y todos, a juzgar por las imágenes, menores de treinta años, se desgañitaban embelesados. Cuanto más ejecutaba el cantante su pueril pantomima de impudicia, más entusiasmo parecían mostrar. Qué curioso icono es este Jackson: él es evidentemente un tipo muy raro, y sus fans, chicos y chicas de aspecto convencional, no comparten sus trazas (al contrario de lo que sucede en otros conciertos: un grupo de rock heavy atrae a espectadores llenos de clavos). Y, sin embargo, en las imágenes emitidas por La 2 se veía que había una empatía muy poderosa entre el público y el cantante. Un sentimiento de identificación profundo. ¿De dónde nace esa complicidad? Observando a las decenas de miles de jóvenes enardecidos que llenaban el estadio, me dije que tal vez el nexo de unión sea el desesperado deseo de seguir siendo niños. El anhelo imposible de no crecer jamás. A fin de cuentas, los niños pequeños también se tocan muy a menudo. Felices, inocentes, inmaduros e indefinidos tocamientos dentro del cobijo de las camitas infantiles. Tiempo detenido y niñez eterna.
De todos es sabido que estamos en una sociedad de Peter Panes. No sólo se sobrevalora la juventud y la apariencia de juventud en todos los ámbitos, sino que parece haberse producido un raro corrimiento temporal y hoy todos vivimos fuera de nuestra edad. Es decir, hoy los octogenarios se comportan como si tuvieran sesenta años; los cincuentones actuamos y nos vestimos como jóvenes, y los jóvenes parecen decididos a seguir siendo niños. Por todos los santos, si hace un año la Audiencia de Lleida eximió a un pobre padre divorciado de seguir pagando la pensión a sus hijos, dos gamberros de 25 y 28 años con carreras universitarias ya terminadas. Quiero decir que el tema necesitó llegar hasta la Audiencia. Nuestros niños talludos no se van de casa hasta los treinta años (es la media nacional), un fenómeno de persistencia domiciliaria tan común que ha inspirado la última campaña publicitaria de Ikea. Y no es por el precio de los pisos o por los sueldos bajos: podrían compartir apartamentos o alquilar habitaciones, como hicimos todos en mi generación. No, el problema no es el dinero, sino el miedo. Crecer duele y la vida asusta; y así estamos todos, resistiéndonos a envejecer como gatos rabiosos panza arriba. Pero cuidado, porque si te empeñas en ser Peter Pan puedes convertirte en Michael Jackson. Una criatura indescriptible que en agosto cumplirá cincuenta años.
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