La 'conspiración' tibetana
La del Tíbet era una crisis previsible por varias razones. En primer lugar, por la falta de flexibilidad de la posición china. Mientras las propuestas políticas del Dalai Lama han evolucionado sensiblemente en los últimos años, en Pekín, quizás interpretándolas como una muestra de debilidad, se descalificaron todas sus iniciativas, confiando en erosionar así las bases de su legitimidad, al tiempo de reiterar, por activa y por pasiva, su negativa a cualquier entendimiento.
El Libro Blanco sobre el problema del Tíbet, publicado en 2004, sintetiza la posición tradicional del Gobierno chino y sorprende por su incapacidad para aportar alguna estrategia innovadora. Ese inmovilismo es la clave que ha conducido al fracaso de las negociaciones mantenidas entre ambas partes en los últimos años, al menos cinco desde 2002 (en Dharamsala, Pekín y Suiza), cuando había cierta esperanza de que el nuevo liderazgo chino impulsara un cambio de rumbo en esta cuestión. Una excelente ocasión que fue lamentablemente desperdiciada para evitar lo que ahora está ocurriendo, pese a que el reelegido presidente Hu Jintao conoce bien el Tíbet, donde ha gobernado con mano dura como jefe del Partido Comunista Chino.
Nuevas generaciones de tibetanos desafían la represión y el inmovilismo chinos
En segundo lugar, la creencia de que la modernización y el crecimiento pueden aliviar la insatisfacción política y diluir como un azucarillo el apego a la conciencia nacionalista, ha quedado de nuevo en entredicho. El Gobierno central publica con frecuencia múltiples cifras (muy especialmente cuando arriba a China alguna misión internacional con cierta preocupación por el problema tibetano o después de una crisis como la actual) que evidencian su esfuerzo por alentar el desarrollo de esta región autónoma. El ferrocarril Qinghai-Tíbet, que entró en funcionamiento en 2006, ejemplifica ese impulso modernizador.
No obstante, buena parte de los beneficios de ese controvertido desarrollo económico es acaparada, en gran medida, por la población han (etnia mayoritaria de China) residente en la zona, que aumenta cada vez más, atraída por las oportunidades que brindan el turismo y las materias primas de la región. El desarrollo, tal como se concibe desde Pekín, debe contribuir a reforzar la sinización, lo que crea más resentimiento, rebeldía y conciencia entre numerosos colectivos sociales del Tíbet, no sólo monjes, que poco a poco advierten cómo su idiosincrasia tradicional se va transformando dejando de ser un modo de vida para transformarse en una reliquia folclórica. Su capital, Lhasa, es un claro ejemplo: ha pasado de cinco kilómetros cuadrados en 1965 a los casi 100 kilómetros cuadrados que tendrá en 2009, una vez se complete la urbanización en curso.
En tercer lugar, la autonomía tibetana no es real. La naturaleza política del problema tibetano no es religiosa, sino política, y tiene que ver con las posibilidades de ejercicio efectivo del autogobierno. Cualquier provincia de la etnia han dispone hoy de más autonomía que cualquier región formalmente autónoma. En las sesiones de la Asamblea Popular Nacional reunida en Pekín se ha aprobado una profunda reestructuración de la Administración, probablemente necesaria, pero, en lo político, el mayor desajuste entre el aparato estatal y la realidad social encuentra su concreción más visible en las insuficiencias de la arquitectura del Estado, que ha sido relativamente flexible, por ejemplo, para idear regiones administrativas especiales para Hong Kong y Macao, pero no para mejorar y ampliar el ejercicio de las autonomías de las nacionalidades minoritarias.
La China de Mao, a diferencia de la URSS, negó desde el principio el derecho a la autodeterminación de las minorías nacionales. La autonomía promovida por Pekín, no obstante, ha estado siempre comandada por la mayoría han, con el auxilio de segundos de las nacionalidades correspondientes, repartiéndose papeles entre jefaturas de partido y de gobierno. Pero mandan los han.
Los disturbios en el Tíbet no sólo evidencian, por otra parte, que la presencia del Dalai Lama y su capacidad de influir en el curso político se mantienen en buena medida intactas a pesar del acoso de Pekín, sino que nuevas generaciones se incorporan al desafío a la represión y al inmovilismo chinos. Entre ellas, no pocos piensan que la moderación del Dalai Lama no conduce a nada y que es necesario radicalizar la acción. En la vecina Xinjiang, desde hace tiempo, esa insatisfacción, unida a otros factores, se ha traducido en violencia organizada y abierta. La incapacidad del régimen para utilizar en lo político una mínima parte del atrevimiento de que han hecho ostentación en lo económico para desarrollar el país, podría agravar el conflicto en los próximos años.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China (Casa Asia-IGADI).
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