Puertas secretas
Una mujer muy vieja y arrugada comparte almuerzo con otra mucho más joven, su nieta, y el novio o marido de ésta. Come poco, apenas hay conversación. La anciana mantiene la mirada fija dentro de sí misma, pero parece que se esté contemplando en el espejo situado detrás de la pareja. Hay una ironía sorprendente en el rostro bruñido por la edad, en la tela de araña que envuelve su expresión como una sarta de hilos de vida que han ido tejiéndose en torno a sus rasgos originarios, ¿para traicionarlos? ¿Para protegerlos?
Últimamente me fijo mucho en estas situaciones, en las personas más mayores que yo. Voy a cumplir 65 años, una edad fronteriza con la nada o con la verdadera frontera. Los cumplo hoy mismo, si he tenido la suerte de atravesar los días que me separan desde que escribo hasta que sale el artículo. Cuando lo que se espera el día de la publicación es un cumpleaños, ese tiempo tiene algo de travesía de equilibrista sobre el vacío.
"Siempre se llega a ese meomento en que alguien abre la puerta y entendemos"
Ya digo, la mujer debía de rondar los 80 y sólo ocasionalmente le interesaba alguna interrupción de los otros, una observación sobre los nietos Deshacía miguitas de pan en el mantel, las reagrupaba y las volvía a expandir. No chocha sino ensimismada. Y, sin em¬¬bargo, había en ella algo muy infantil. Le ocurre también a la mujer que vende lotería cerca del Ayuntamiento de Beirut. Lleva un gorro turco para atraer a los forasteros, y en invierno se enfunda una especie de capote militar. Parece una figurante de película histórica olvidada, alguien a quien el equipo dejó atrás vestida para cruzar el desierto de los tártaros o para recibir al Gran Sultán. Es como una niña que juega a creer que ha envejecido y que, en su última travesura, que la mantiene haciendo como que vende lotería, sentada en el reborde de piedra del escaparate de una joyería de lujo, ha tenido que detenerse para permitir que sus compañeros la alcancen. Siempre está así, sola, con el gorro, infantil y mayor, bajo las cristalera repleta de brillantes y esmeraldas.
Dice Doris Lessing en un libro que no es el mejor suyo, pero sí muy doloroso, Amar, de nuevo, que lo que nos ocurre sentimentalmente en la vejez desentierra el portazo que recibimos cuando niños. Esa puerta que se cerró ocultando el dolor que se nos infligió y que, pasados los años, vuelve a abrirse. Cito de memoria. Seguramente tiene razón. Una visión menos negativa añadiría que también regresan los aires que nos enseñaron a respirar. Cuando Irène Némirovsky describe en una corta narración, El baile -con finura y exactitud, con crueldad-, el re¬¬lato de una relación materno-filial y, al final, ese momento en que el destino de la hija, que va hacia la vida, se funde sin rozarlo con el de la madre, que se encamina hacia el final Cuando lo leí recuerdo que pensé en las palabras de Lessing, preguntándome qué ocurriría si la niña y la madre fueran la misma persona, y por qué no podrían serlo. En realidad es así: la puer¬ta, si es que se cerró en la infancia ocultando las algas de las profundidades, ha mantenido a la protagonista in¬¬tacta -ha¬¬blo de mujeres, pero podría ha¬¬blar de hombres: hombres que son también sus niños-, y esa criatura resurge con mucha fuerza en el tramo final.
Ni siquiera Tony Soprano se libró de ese habitante suyo, periódicamente presente en el gabinete de su psiquiatra. "Las madres son los autobuses Nos conducen hasta aquí, nos sueltan. Después de eso, nos pasamos la vida corriendo detrás, intentando alcanzarlas, cuando lo que deberíamos hacer es dejarlas ir". Cruda visión para una serie sobre mafiosos, salvo que ocurra que -como todas las grandes obras- vaya de otra cosa, vaya del sentido de la vida.
Eso es lo que me obliga ahora a fijarme en las mujeres mayores que yo, las que comparten su almuerzo con sus nietos, o venden lotería dormitando junto al escaparate de un joyero, o se encogen detrás de un semblante y de un cuerpo violados por la cirugía estética. Pero siempre se llega a ese momento en el que alguien abre la puerta y entendemos en qué momento tuvimos que abandonar el autobús. Y entender es lo que más importa.
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