El lado dulce de Tim Burton
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En algún momento de la historia, el cine y la literatura deberían homenajear el talento del galés Roald Dahl por su pasmosa habilidad para compaginar dos carreras tan diferentes -y a la vez tan sorprendentemente parecidas- como son las de escritor infantil (19 libros) y la de perpetrador de algunos de los mejores relatos -la distancia en la que mejor se manejaba- del thriller literario. En realidad, Dahl aplicaba un único talento, una inconmensurable capacidad para enganchar con sus historias, como si fuera un hipnotizador, a cualquier lector, fueran niños o amantes de la narración criminal (en el buen sentido).
También lo logró con sus guiones de cine (Chitty Chitty Bang Bang o Sólo se vive dos veces). Y por eso sus libros han dado en la pantalla resultados espectaculares tanto en largometrajes familiares (James y el melocotón gigante o Matilda) como en el thriller (muchos de los capítulos de la serie Alfred Hitchcock presenta... se basaron en relatos suyos).
Por eso no es de extrañar que, antes o después, Tim Burton, que disfruta caminando por la senda de lo tétrico aderezada con matices naíf, acabaría cruzándose con Dahl. Charlie y la fábrica de chocolate, una de sus espléndidas novelas infantiles, había sido adaptada con el título Willy Wonka y la fábrica de chocolate en 1971, con Gene Wilder como protagonista. El resultado, irregular, enfadó a Dahl: el director, Mel Stuart, había dulcificado -y no es un juego de palabras- en exceso su guión. El punto amargo, siniestro, que rodea a Willy Wonka, el dueño de una excéntrica fábrica de chucherías, con un epicentro dedicado al chocolate, había desaparecido. Cuando Warner decidió readaptar el libro, Tim Burton estaba listo. Dos almas artísticas gemelas se encontraron.
Charlie y la fábrica de chocolate permitió hace tres años a Burton unir, no sólo sus obsesiones artísticas, sino a sus dos colaboradores más estrechos: el actor Johnny Depp (su álter ego en la pantalla, la plastilina que manipula el director para expresar sus sentimientos) y el músico Danny Elfman. El compositor entendió el reto del proyecto y no sólo creó una banda sonora a la altura, sino que para la canción que entonan los Oompa-Loompas, los miniesclavos que fabrican los dulces en la factoría Wonka, usó su propia voz, grabada en diferentes tonos docenas de veces y acelerada para lograr finalmente el agudo coro. En cuanto a Depp, su Willy Wonka, el hombre que se niega a envejecer, el torturado y a la vez iluminado creador de dulces -la dicotomía Burton-Dahl- que vive en su propia coordenada espacio-temporal, el hombre que crea un concurso a escala mundial para que un puñado de chavales visite su templo del azúcar y del cacao, merecía una candidatura al Oscar. Mucho más que interpretaciones posteriores, como su capitán Sparrow.
Charlie y la fábrica de chocolate debería agradecerse a Nestlé, que aportó el cacao del filme, a Burton, que no se cortó y usó casi un millón de litros de falso chocolate, y a Dahl, por entender que en el mundo infantil también hay sitio para los rincones oscuros.
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