Fiestón en el hotel de los músicos
Existen otros mundos sonoros, pero, atención, hay que arañar para descubrirlos. Con las excepciones de rigor, las músicas españolas de raíz pasan inadvertidas para los grandes medios. Datos contrastables: sólo se escuchan ocasionalmente en algún punto del dial. Naturalmente, no hay rastro de ellas en las degeneradas televisiones nacionales. Excepto en el vistoso apartado del mestizaje, no tienen mucha acogida en la prensa escrita. Sus (abundantes) festivales son ignorados, ya que carecen del brillo fashion que aportan los artistas foráneos.
Triste paradoja, ya que se trata de música de vocación viajera, con presencia frecuente en otros países. Los artistas de Galicia y la cornisa cantábrica circulan con naturalidad por el denso circuito de la música celta tanto en Europa como en Norteamérica: un Carlos Núñez puede estar actuando el día de San Patricio en un gran parque de Chicago rodeado de artistas irlandeses, pero perfectamente confortable.
El flamenco, desde siempre, se ha hecho un hueco en tres continentes, aunque allí prefieren la guitarra y el baile por encima del cante y los experimentos. Aunque sí se mueven los músicos de espíritu aventurero: para el anecdotario de la guasa sevillana han quedado las andanzas del final de una gira de Mártires del Compás por Estados Unidos que coincidió con el 11-S; el grupo de Chico Ocaña se quedó colgado en Los Ángeles, sin dinero y con problemas de billetes.
El citado mestizaje rockero español se defiende bien internacionalmente, favorecido por la conexión con Manu Chao, un residente de Barcelona que atrae inevitablemente la atención mediática. De hecho, lo de sonido Raval -en referencia al nombre políticamente correcto del babélico barrio chino barcelonés- funciona como pasaporte en medio mundo. Esos grupos son muy valorados ahí fuera, como evidencia Latin reggae, un nuevo recopilatorio de Putumayo, el sello de world music estadounidense: el disco está copado por Macaco, Amparanoia, Muchachito Bombo Infierno y compañía. La propuesta más visible de este contingente es la de Ojos de Brujo, especialistas en embriagar a los públicos más diversos con su explosivo combinado de flamenco, reggae y bhangra.
Al igual que Manu, Ojos de Brujo y muchos de esos grupos practican la autogestión y funcionan al margen de las grandes discográficas. La libertad de expresión no es negociable, y sus planteamientos vitales son demasiado coherentes para los esquemas imperantes en nuestro mercado de la canción. Jairo, alias Muchachito Bombo Infierno, recuerda como una tarde bochornosa su pase por un plató televisivo. Iba a ser su momento de gloria: estaba flanqueado por amigos del calibre de Kiko Veneno y Peret, pero la mecánica del programa hizo que esos gigantes fueran desaprovechados, prácticamente despreciados.
Como modelo creativo, la rumba brilla con luz cegadora. Aunque menospreciada en los ochenta, fue el combustible secreto de los músicos de rock españoles en sus desplazamientos: todas las furgonetas llevaban su cargamento de rumbas, frecuentemente adquiridas en gasolineras. Históricamente tiene su lejana épica: a finales de los cincuenta, Peret recuerda haberse embarcado para el Río de la Plata con la misión de vender paños y prendas de la industria textil catalana. Los gitanos comerciantes, al igual que los que formaban parte de compañías flamencas, volvían con discos y, sobre todo, con el oído acostumbrado a los ritmos latinoamericanos.
Igual que hacen ahora los muñidores de mestizajes, los rumberos pulieron sus hallazgos de ultramar con la sensibilidad de la época. El patriarca Peret insiste en aclarar que la rumba catalana, tal como él la fijó, era la suma de Pérez Prado y Elvis Presley. Tocada, eso sí, con lo que tenía a su alcance una gente pobre en la España autárquica: en su versión más elemental, el acompañamiento se reducía a palmas y la guitarra haciendo el ventilador.
Con su éxito en los años sesenta, la rumba ganaría en complejidad instrumental, sumando percusión afrocubana, teclados y hasta orquestas. Igualmente amplió su repertorio: aparte de adaptar sones, guarachas, boleros, tangos y cumbias procedentes del otro lado del Atlántico, los intérpretes empezaron a componer. Aunque el género sólo alcanzaría altura literaria a finales de los setenta, cuando fue reactivado por un rockero nacido en Argentina, Gato Pérez, que además revitalizó sus estructuras con el impulso de otra música urbana y mestiza: la salsa neoyorquina.
El descubrimiento del poder narrativo de la rumba por parte de Gato Pérez ha ofrecido pautas a muchas bandas presentes en este reportaje, por no hablar de personajes tipo Joan Manuel Serrat o Joaquín Sabina. Una antología como la reciente Rumble rambla rumba asombra por la abundancia de historias y temáticas. Sin olvidar el desparpajo general, muy alejado de la acartonada propuesta de los Gipsy Kings, que empaquetaron astutamente la rumba catalana -bajo el equívoco nombre de "flamenco"- para el consumo internacional.
Por cuestión generacional, los nuevos rumberos también han crecido a la sombra de la "música venenosa" sevillana. Kiko Veneno, de origen catalán, inventó un rock acústico que reflejaba un modo de vivir callejero y una actitud insurgente. De la mano de Kiko, la contracultura californiana conectaba con el gueto gitano de las Tres Mil Viviendas; Rafael y Raimundo Amador entraron en el fugaz grupo Veneno. Los hermanos integraron así su sentimiento flamenco en los esquemas del blues: su grupo, Pata Negra, vivió en la indigencia, pero abrió grandes perspectivas. Otra protegida de Kiko Veneno fue Isabel Quiñones, alias Martirio: sus primeros trabajos tenían una aguda alegría subversiva.
Hijo de Martirio es Raúl Rodríguez, guitarrista investigador que se ha especializado en el tres cubano, instrumento que aporta una tímbrica fresca a la especialidad de su grupo, Son de la Frontera: el rescate del toque de Morón de la Frontera, ejemplarizado por Diego del Gastor, guitarrista de leyenda al que acudían hippies y soldados estadounidenses de la base de Rota cuando el flamenco todavía era despreciado por los nacidos bajo el franquismo.
Una intersección de "nuevos rumberos" y "nuevos flamencos" fue el proyecto G-5, que nació juntó a los citados Muchachito Bombo Infierno y Kiko Veneno y la endiablada energía jerezana de Tomasito y los Delinqüentes. La semilla venenosa continúa hoy dando sus frutos, quizá por no haber sido asimilada comercialmente, como sí ocurrió con las mixturas caribeñas de los jóvenes Habichuela, los motores de Ketama.
El pueblo de Ketama está, ya se sabe, en Marruecos. Una querencia natural de algunos flamencos viajados ha sido la exploración de la música andalusí tal como se conserva en la actualidad en el norte de África. Juan Peña, El Lebrijano, hizo bellos discos con una orquesta de Tánger, mientras que el perfeccionismo de Enrique Morente ha impedido que veamos publicadas sus aproximaciones a esos sonidos. Frustrante, ya que el magisterio del cantaor granadino legitima e inspira, como se evidenció con el monumental Omega, en las antípodas del amaneramiento retro de los discos que Morente confecciona para su hija Estrella.
Ya fuera del flamenco, el más tenaz constructor de puentes entre la Península y el Magreb ha sido el multiinstrumentista Luis Delgado, quien desarrolla sus creaciones desde la meseta castellana (en Urueña, la misma localidad de Joaquín Díaz, el ilustre folclorista). En la costa mediterránea, María del Mar Bonet encarna esa vocación intercultural. Dado su origen mallorquín, sus esfuerzos se han dirigido preferentemente hacia Grecia y Oriente, funcionando como discreta embajadora española en eso que el poeta turco Omar Zülfü Livanelli llamaba "el sexto continente": los países que miran al Mediterráneo. Caminos parecidos está pisando el dúo valenciano L'Ham de Foc. La estética gótica de Mara Aranda y Efrén López puede despistar en lo que es una minuciosa amalgama de música antigua y formas mediterráneas, incluyendo el conmovedor poso de los sefardíes, españoles malditos por obra y gracia de unos Reyes demasiado Católicos.
El cosmopolitismo de estos músicos les puede llevar a inventar identidades fantasiosas. Es el caso de Gecko Turner, que se define como "afromeño": no hay mucho de extremeño en sus discos, aunque él reivindique sus raíces "en la cuenca del Guadiana". Gecko aclara que se formó con las músicas afroestadounidenses; el contacto con instrumentistas brasileños y cubanos de Madrid le abrió la mente. "Pero también estaban el reggae o el afrobeat, que me llegaron vía discos". Gecko reside en el pueblo de Guareña (Badajoz) y graba para un sello diminuto de Malasaña, Lovemonk; pero sus hallazgos son especialmente apreciados fuera de España, a juzgar por la abundancia de temas suyos y remezclas que se publican en discos colectivos de dance music.
El fenómeno de la world music ha sido beneficioso para muchos creadores españoles. Conviene recordar que se concibió literalmente como una etiqueta para lograr que se abriera un hueco en las tiendas británicas a los discos llegados de fuera del mundo anglosajón. Un genuino cajón de sastre, con el matiz de que se alejaba de lo meramente antropológico para potenciar músicas vivas y populares.
Una jugada de mercadotecnia puede ayudar a que se materialicen músicas soñadas o relegadas a la marginalidad. El auge de la world music puede explicar que Carmen París, jotera irreverente, debutara en Warner. O la misma existencia del grupo Chambao, surgido del encuentro entre jóvenes malagueños y un músico holandés, Henrik Takkenberg, que intuyó una visión digital del flamenquito: "Descubrí la buena onda, el karma que daban la guitarra flamenca y el cante andaluz".
En esa jugada estaban muchos instrumentistas de nuestro país formados en la música tradicional, pero hambrientos de exploraciones. Los más visibles han resultado ser los gaiteros, capaces incluso de vender al gran público un sonido tan fiero: el asturiano José Ángel Hevia estuvo en lo alto de las listas españolas a finales del siglo XX con su gaita Midi. El responsable de difundir la variedad gallega del instrumento ha sido Carlos Núñez, que conectó felizmente con los irlandeses Chieftains. Por la brecha se han colado Xosé Manuel Boudiño o las gaiteras Cristina Pato y Susana Seivane.
Galicia, tierra de emigrantes, exportó la gaita a las Américas. Núñez recuerda como una epifanía el encontrarse en La Habana con quien era entonces el gaitero más anciano del mundo, un centenario llamado Clemente Brañas, obligado a reparar su instrumento con material de desecho. Milladoiro, Berrogüeto, Luar Na Lubre y otros grupos gallegos han combinado su querencia por el terruño con una discreta voluntad internacionalista.
Las formas musicales de la gaita están enlazadas con el repertorio ancestral de la trikitixa, el acordeón diatónico vasco. Los "fuelles del diablo" han resultado prodigiosamente maleables en las manos de Kepa Junkera. Toda una hazaña el transformar un instrumento propio de bodas, fiestas y romerías en vehículo para plasmar un folclore urbano sin fronteras. Mucho de cabezonería, reconoce Kepa: "En Bilbao, nadie daba clases de trikitixa, y yo empecé a estudiarlo a los 10 años, escuchando casetes. Mi universidad fue un grupo de danzas, donde tocaba con el chistu, la alboka y la pandereta".
Más allá de las historias ejemplares de superación, el dato a memorizar es la predisposición de algunos músicos jóvenes hacia los instrumentos autóctonos, su empeño en trasladarlos hacia el presente. Eso ha ocurrido con el timple, pequeña guitarra canaria de cuatro cuerdas que ha dado saltos de gigante en las manos de José Antonio Ramos o Benito Cabrera. Aún más atrevida es la apuesta de Germán Díaz, vallisoletano como Eliseo Parra. Germán rescata la zanfona medieval, a veces con visión jazzística. En su periplo, el sobrino de Joaquín Díaz ha comprobado que la zanfona ofrece lo mismo que todas estas músicas mestizas: "Enlaces, profundidad, potencia, libertad, placer, ritmo, danza y trance".
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