'Peep show'
Un robot le practica sexo oral a una mujer en la puerta del BCN Sex Center de las Ramblas. El robot tiene los brazos como garras mecánicas, y un enchufe en el rabo. La mujer lleva en la mano un vibrador mando a distancia con el que controla el rendimiento sexual de su esclavo metálico. Es sólo una escultura, pero retrata con precisión el ideal porno: hombres máquinas con erecciones de acero inoxidable y mujeres demandantes entregadas a la lascivia. Un mundo perfecto.
Y sin embargo, esta noche, el público asistente no se parece al robot ni a la loba insaciable. En las primeras vitrinas, en torno a una selección de penes multicolores con ventosa, se aglomeran parejas cincuentonas. Los altavoces transmiten canciones de Alejandro Sanz y Julieta Venegas, dándole a la escena un toque pop. En una esquina, un grupo de chicas especulan con las posibilidades de las máquinas para prolongar y corregir la curvatura del miembro (290 euros). Otro escaparate, preferido por un par de africanos, ofrece un culo femenino (310 euros) con tacto de piel humana garantizado y todos los agujeros correspondientes.
También se puede comprar tiempo. Un rato de placer solitario es más barato que un juguete. Al fondo del local, después del videoclub -Festín hardcore, Cute little lesbians, Festival anal-, están las cabinas unipersonales. Por dos euros, el cliente disfruta durante cinco minutos y en estéreo de una amplia gama de porno en 128 canales, casi la mitad de ellos dedicados a relaciones homosexuales masculinas.
Los turistas japoneses están más interesados en el peep show cuyas cabinas forman una rotonda, como un pequeño circo de metal. Al insertar una moneda, se levanta el telón de la ventanilla. Sobre una cama giratoria roja, una mujer en ropa interior de cuero separa las piernas y se toca. Tiene un poco de celulitis y los pechos se le derraman por los costados. A su alrededor, su imagen se multiplica en 10 espejos. Conforme la cama gira, su mirada voluptuosa se detiene en cada espejo, mirando sin ver al desconocido que se oculta tras él. Si le apetece, el espectador anónimo puede creer que ella también lo ve y se excita ante su presencia. Pocos espectáculos ofrecen tanta soledad por tan bajo precio.
Al salir, los altavoces anuncian:
-¡Ahora bailará para ustedes la increíble, la única, la divina Salomé!
La increíble, única y divina Salomé baila en el bar, y para verla hay que consumir al menos cuatro euros. Cogida a una barra sobre un pedestal, regala con una danza del vientre a los únicos cuatro espectadores del local. A veces se detiene a patear fuera del pedestal alguna basurita, quizá una chapa de cerveza. Las paredes a su alrededor están forradas de espejos, excepto una que transmite en pantalla gigante un partido del Barcelona. En el grand finale, cuando Salomé descubre sus pechos, es difícil saber si su sonrisa está dirigida al público o a algún punto indeterminado en la fila de botellas de whisky.
Si todo eso deja cachondo al consumidor, puede adquirir una experiencia más directa al lado, en el Panam's (20 euros copa incluida), que se anuncia con el efectivo reclamo girls, girls, girls.
Nada más llegar, una chica con acento húngaro se sentará en su regazo y le permitirá sobarla un poco. Le dirá que es guapo y también que ella conoce a los hombres y la han lastimado. Pero si quiere ir más allá, tendrá que empezar invitándole a una copa de 30 euros. En el local semivacío de estética decadente, un grupo de 20 ingleses contemplará desganadamente un espectáculo de strip tease. En el escenario, una chica se contorsionará entre barras y anillos, como un chimpancé en una jaula, entre luces que giran por el local como miles de donuts voladores. Quizá, con algo de suerte, la chica lo invite a subir al escenario, le baile un poco, le baje el pantalón. Entonces oirá un coro de carcajadas y, mientras cae el telón, regocijado, semidesnudo, se dirá a sí mismo: "Ésta es mi idea de una noche de fiesta".
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