Kosovo, hora cero
La independencia de la antigua provincia serbia supone un reto formidable para Europa
Kosovo, cuya independencia unilateral se proclamó ayer eufóricamente en Pristina, tardará años en ser un Estado viable, pero la tarea inmediata de sus mentores consiste en impedir que se convierta en poco tiempo en uno fallido. Lo que no es imposible si se considera que en sus escasos 11.000 kilómetros cuadrados está casi todo por hacer. En el empeño resultará crucial la vasta misión montada por la Unión Europea para apuntalar los primeros tiempos de la nueva nación, que sustituirá paulatinamente a la que mantiene la ONU desde hace casi nueve años.
No es moneda frecuente la aparición de un nuevo Estado en Europa, aunque en lo que fuera Yugoslavia lo haya propiciado el catastrófico designio panserbio de Slobodan Milosevic. Y quizá Kosovo no sea el último en ver la luz en los Balcanes. En cualquier caso, su independencia estuvo sellada desde que Serbia, tras suprimir la autonomía de su provincia de mayoría étnica albanesa, entrase después en ella a sangre y fuego en un nuevo intento para aplastar a una minoría étnica. Los bombardeos de la OTAN en 1999 para detener el genocidio y el odio ya acumulado cancelaron cualquier posibilidad de convivencia bajo la soberanía de Belgrado.
Una vez más, la Unión Europea, que tutelará la independencia del nuevo Estado y cuyos ministros de Exteriores valorarán hoy el acontecimiento, acude a la cita dividida. Sus Gobiernos más importantes, junto con Estados Unidos, están a favor. Unos pocos, España entre ellos, son opuestos por el momento al reconocimiento de Kosovo. Pero eso no ha impedido la aprobación conjunta de la más importante misión de la UE hasta la fecha. Con lo que tiene de experimento, el reto es formidable. Esa fuerza de choque de dos mil personas debe empujar a Kosovo inicialmente por los terrenos de la ley y el orden, lo que no será fácil en un territorio donde son rampantes la corrupción y la delincuencia organizada. Por añadidura, el nuevo Estado, del tamaño de Asturias y con la mayor tasa de nacimientos de Europa, no podrá valerse por sí mismo durante años. El paro supera el 50% y sus únicos recursos económicos son los minerales. Kosovo vivirá de la ayuda internacional y las remesas de sus emigrantes. Los 16.000 soldados de la OTAN desplegados en lo que hasta ayer fuera provincia serbia serán columna vertebral de su seguridad y estabilidad.
Serbia intentará dificultar la vida de los kosovares. Lo intentará con el apoyo de Vladímir Putin, que juega ahora a defensor de la legalidad internacional y cuyo burdo oportunismo ha transformado Kosovo en un punto de fricción más entre Occidente y el Kremlin. Pero es poco lo que Belgrado puede hacer ya, aparte de seguir financiando los servicios públicos paralelos en la franja norte del territorio, hogar de unos 50.000 serbios, excluida del control de la ONU. Para Belgrado, la secesión de Kosovo es una experiencia traumática más de su atormentada existencia en los últimos 20 años. La Europa democrática deberá esforzarse por convencer a Serbia, donde la vigencia del ultranacionalismo es muy acusada, de que su horizonte radica en su paulatino acercamiento al modelo de valores y progreso que la UE representa.
El desafío definitivo, sin embargo, lo tienen los propios kosovares, esos casi dos millones de personas que soñaban desde hace mucho con el momento finalmente llegado. Pristina tiene la responsabilidad final de edificar un país multiétnico y democrático, bajo el imperio de la ley y donde los derechos de la minoría serbia y su patrimonio cultural y religioso gocen de idéntica protección que los albanokosovares. Los próximos meses comenzarán a dar la medida de hasta qué punto Kosovo sabe hacer buena la oportunidad que la historia le ha deparado.
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