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PALOS DE CIEGO
Columna
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En el nombre del nombre

Javier Cercas

1 Entre las muchas novelas que no escribiré hay una consagrada a glosar una anécdota que mi madre lleva 45 años contándome. Los protagonistas son un padre y un hijo de nombre idéntico: Teodorito es un estudiante pésimo en la Salamanca de los años cuarenta; don Teodoro, un padre autoritario, por decirlo con una palabra distinguida. Es el mes de junio, Teodorito acaba de recibir sus notas y, temiendo la reacción de su padre, antes de volver a casa escribe un telegrama de advertencia a su madre: "Mamá, todo suspendido. Prepara a papá". Don Teodoro intercepta el telegrama de su hijo y contesta a vuelta de correo: "Papá preparado. Prepárate tú".

2 Una de las tareas más enojosas de un novelista consiste en bautizar a sus personajes. No sabemos lo que hay en un nombre, pero sabemos que el nombre es la cosa y que, igual que hay gente que se enamora de unos ojos, hay gente que se enamora de un nombre. Es lo que le ocurre a uno de los personajes de Dientes de leche, la excelente novela de Ignacio Martínez de Pisón: comprende que ha encontrado al amor de su vida en cuanto oye pronunciar el nombre de Alberto Cameroni por un altavoz en medio del guirigay de una carrera ciclista. Teodoro no es, me temo, un nombre del que nadie vaya a enamorarse, pero en la Zaragoza cerrada de los años setenta el nombre de Alberto Cameroni poseía una sugestión de cosmopolitismo suficiente para engañar a una adolescente soñadora con la promesa de una vida superior y más intensa. Por lo demás, la novela de Pisón está llena de Cameronis, porque en ella se narra la saga familiar de los Cameroni, un clan que arranca con un padre tan autoritario como don Teodoro. Que un padre y un hijo lleven el mismo nombre es habitual; que los miembros de la misma familia lleven el mismo apellido es casi obligado; más insólito es que el nombre de varias personas sea el apellido de otra. Pero eso es lo que ocurre también en la no menos excelente novela de Jordi Soler La última hora del último día, donde un cafetal perdido en la selva de Veracruz y poblado por una panda de catalanes exiliados cuyo único vínculo con la patria perdida es el Barça padece en los años setenta una epidemia onomástica, de tal manera que todos los niños nacidos entonces llevan el nombre idéntico del ídolo culé del momento: uno se llama Cruyff Rosales; otro, Cruyff Hernández; otro, Cruyff Domingo.

3 Además de enojosa, la tarea de bautizar a los personajes de una novela es delicada. El nombre puede ser común o puede ser insólito, pero tiene que ser pertinente. Si un personaje se llama Piloto -como un amigo de Cabrera Infante-, obligatoriamente tiene que morir en un accidente de aviación; si un personaje se llama Paranoico Pérez -como un personaje de Vila-Matas-, obligatoriamente tiene que pensar, cada vez que Saramago publica un libro, que el novelista portugués le ha copiado la idea. Entre nosotros hay gente que bautiza muy bien; el que mejor lo hace, creo, es Mendoza: un confidente de la policía chiflado se llama Nemesio Cabra Gómez; un maqui irreductible, el Tiarro, y otro, Mierdafrita; un comisario franquista, don Lorenzo Verdugones; una pija barcelonesa, Marichuli Mercadal; un teniente coronel de la Guardia Civil, Álvarez Bombona. Hay quien, harto de tanto enojo y tanta delicadeza, opta por soluciones drásticas: en una novela de Quim Monzó, todos los personajes llevan nombres compuestos; en otra, todos llevan nombres empezados con la letra hache. A mí, que soy de natural perezoso, lo que me gusta es que los personajes se bauticen solos, o que sea la realidad la que se tome la molestia de bautizarlos. No siempre es posible, por supuesto, así que hace poco se me ocurrió una solución buenísima. Se trataría de escribir una novela radicalmente experimental, de esas que abren nuevos e insospechados caminos al género; como el argumento carece de la menor importancia en una novela, el de ésta sería un amasijo de topicazos: una intriga policiaca con cierta carga de denuncia social protagonizada por un detective duro, escéptico y en el fondo entrañable que al final del libro descubre que el mundo es un basural aún más pestilente de lo que pensaba. Este bodrio se redimiría, sin embargo, por un hecho nimio al que el lector exigente asistiría primero con perplejidad y al final con entusiasmo: el detective, de nombre -digamos- Ángel Acebes, investiga la muerte violenta de un hombre súbitamente enriquecido llamado Ángel Acebes; la víctima, casada y con dos hijos (la viuda se llama Ángel Acebes; los dos hijos, también), era el contable de la empresa de transportes Hermanos Acebes, SA, en realidad una tapadera de una turbia trama inmobiliaria cuyo testaferro es el abogado Ángel Acebes, pero cuyo verdadero cerebro es Ángel Acebes, concejal de urbanismo del partido socialista, presidido por Ángel Acebes; al final, Ángel Acebes descubre con sorpresa (compartida por el lector) que el verdadero asesino no es, como sospechaba, Ángel Acebes, sino Ángel Acebes, un amigo de infancia de Ángel Acebes, celoso del éxito económico de Ángel Acebes, con quien Ángel Acebes solía tomarse unos cubatas en el pub Acebe's. Ésta, en síntesis, sería la novela. No puedo asegurarles que no la escriba. De hecho, estoy preparándome para escribirla. Prepárense ustedes.

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