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Reportaje:

'Match point'

Mañana con EL PAÍS, por 9,95 euros, un DVD y un libro de Woody Allen

A raíz del inminente estreno de Zelig, Peter Biskind -futuro autor del relevante Moteros tranquilos, toros salvajes (Anagrama)- publicó en las páginas del Vanity Fair de mayo de 1983 un artículo demoledor (Chamaleon man), en el que reevaluaba la obra de Woody Allen a la luz de ese nuevo trabajo. Según el periodista, Zelig, el enigmático personaje capaz de transformarse en cada uno de sus interlocutores, podría funcionar como metáfora del propio Allen, icono de una cultura del narcisismo capaz de modular su discurso para gustar a sectores de público completamente antitéticos: de la feminista radical al misógino impenitente, del intelectual capaz de memorizar los versos de E. E. Cummings al lector que sólo se compra el Playboy por el desplegable, no por sus artículos... Si la teoría de Biskind es cierta y el espectáculo de neuróticas autoflagelaciones de Woody Allen no fue sino una estrategia para complacer y seducir a todo el mundo, el cineasta neoyorquino debió de pasarlo realmente mal con su entrada en el nuevo milenio. Películas como La maldición del escorpión de jade (2001), Un final made in Hollywood (2002) y Todo lo demás (2003) parecían ir confirmando una fase de declive creativo que propició el extrañamiento de los incondicionales.

Es posible que dentro de Allen exista un Zelig polimórfico y maleable porque, en ese momento de crisis, el director recurrió a ese concepto tan de moda (y tan irritante, a la vez): reinventarse. Como Madonna, pero menos: cambiar de tercio (y de aires) sin dejar de ser él mismo. Tras la película bisagra que fue la estimulante Melinda y Melinda (2004) -en la que se demostraba que la realidad puede ser tan reversible como un calcetín, tejido con los hilos bicolor de la comedia y el drama-, Allen abandonó el líquido amniótico de Manhattan, aterrizó en Londres y facturó un trabajo depuradísimo, inesperado, maduro y pesimista que le devolvió, a la vez, prestigio crítico y favor del público: Match point un tratado sobre la suerte, la ambición y la supervivencia culpable, ambientado en el codificado universo de la clase alta británica.

La voz en off que abría el relato, mientras el vuelo de una pelota de tenis se suspendía en el aire, ya aportaba la pista de que, en esta ocasión, Allen -y perdonen el chiste fácil- había decidido jugársela. La historia de la siniestra ascensión social del arribista Chris Wilton (Jonathan Rhys Meyers) tenía ecos de Patricia Highsmith, pero también suponía una singular reelaboración de los temas contenidos en la soberbia Delitos y faltas (1989), quizás la más oscura y amarga de sus comedias. La presencia de Scarlett Johansson en el reparto sirvió como contundente objeto de seducción, dentro de una trama que explotaba su potencial de mujer fatal para, más tarde, mostrar su dramático proceso de desintegración.

El público británico arqueó un tanto la ceja ante la visión arquetípica y algo artificial de la sociedad británica retratada por el director neoyorquino, pero, licencias aparte, Match point sirvió para que el cine de Allen recuperara cierta posición de prestigio: la película obtuvo una nominación al Oscar (al mejor guión original) y cuatro a los Globos de Oro (mejor director, película, guión y actriz de reparto).

Scarlett Johansson, en un fotograma de la película <i>Match point, </i>de Woody Allen.
Scarlett Johansson, en un fotograma de la película Match point, de Woody Allen.

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