Ejercicios de admiración
Afortunadamente (y eso lo sabía muy bien Cioran) los aplausos no matan
Nada tan saludable como el ejercitar nuestra capacidad de admiración. Aplaudir los méritos ajenos, celebrar las victorias de los otros dice mucho (quizás lo dice todo) de nosotros mismos, y más en un país donde la envidia crece como la mala hierba. Es curioso (o no tanto) que un cascarrabias cósmico como E. M. Cioran escribiese un libro titulado Ejercicios de admiración, dedicado a aplaudir a autores como Joseph de Mestre, Paul Celan, Saint-John Perse o Jorge Luis Borges (a través de una carta a Fernando Savater en la que se refiere al argentino como "uno de los espíritus menos graves que han existido"). A lo mejor gracias a esas sinceras muestras de admiración Cioran murió de viejo y no se suicidó después de todo, quiero decir después de repetirnos en todos sus ensayos que la vida es un cuento insoportable. Pero Cioran, antes que un nihilista o un misántropo, era un apasionado, un entusiasta: "¿Qué es un panegírico que no mate? Toda apología debería ser un asesinato por entusiasmo". Además, como se puede ver, Cioran fue un humorista de primera.
La admiración engorda y la envidia adelgaza. El ejercicio de admiración es sano como pocos. Dicen que por la calidad de nuestros enemigos se nos conoce, pero quizás resulte más fiable medirnos por nuestra lista de admiraciones. Dime a quién admiras y te diré quién eres, o por lo menos quién deseas ser o a quién te gustaría parecerte. Cuando hablamos admirativamente de alguien, de algún modo lo estamos haciendo de nosotros. Cuando aplaudimos a alguien nos estamos también aplaudiendo a nosotros. Cuando pedimos un aplauso para alguien lo pedimos también para nosotros. Afortunadamente (y eso lo sabía muy bien E.M. Cioran) los aplausos no matan.
El juez que ha decidido archivar el proceso abierto a la alcaldesa de Hernani por pedir, en el curso de un mitin en Pamplona, un aplauso para los dos presuntos autores de los atentados de la T-4, sabe que los aplausos no matan, ni roban, ni violan. Las ideas no delinquen, se dice. Ahora se dice mucho en el país de los vascos que al Estado español le interesa encarcelar ideas. Por el momento nadie ha dicho que las admiraciones sean encarceladas. De momento, según el juez que ha decidido archivar el proceso por la petición de aplausos de la alcaldesa de Hernani, las ovaciones tampoco delinquen. El magistrado alega que a la regidora la ampara la libertad de expresión. Los ejercicios de admiración son libres. Hemos visto estos últimos tiempos cómo algunos ciudadanos aplaudían a sus alcaldes mientras eran conducidos al trullo por robar a dos manos. No es un bello espectáculo, de acuerdo, pero la condición humana es capaz de convertir a un sátrapa en un héroe, de transformar a un vulgar chorizo en la versión moderna de Robin Hood. Uno puede admirar a un violador y pedir un aplauso para él. Uno puede admirar a Charles Manson, aunque admirar a Manson no sea exactamente admirar a la madre Teresa de Calcuta. Son los problemas del relativismo. Pero quienes aplauden en Pamplona (o en cualquier plaza de nuestro país) a los presuntos miembros de una organización entre cuyas actividades está el eliminar a ciudadanos que no piensan como ellos, no creo que abunden los relativistas (y menos los lectores de Cioran). Para ellos no es lo mismo un militante de la lucha armada que un vulgar asesino. Para ellos y no sólo para ellos. Ese es el gran problema.
Hay demasiada gente todavía entre nosotros que no termina de aceptar que a alguien que mate (mate por lo que mate) se le llame asesino. No es lo mismo, se dicen. La admiración, como el amor, es ciega.
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