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Columna
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La mirada exterior

Comienzan a publicarse ahora los primeros estudios sobre el desarrollo económico experimentado por la Comunidad Valenciana en las dos últimas décadas. Estos días, se ha dado a conocer uno elaborado por la Universidad de Valencia, que ha editado el sindicato Comisiones Obreras y es previsible que, en un futuro próximo, se publiquen otros trabajos semejantes. El desarrollo económico valenciano llama la atención, antes que por sus logros, por la intensidad con que ha afectado al territorio. Durante el periodo se han edificado, a lo largo de la costa, miles de pisos en centenares de urbanizaciones. Se ha construido en cualquier lugar, de cualquier manera, con una falta de gusto y de previsión evidente. Repleta la costa, las nuevas urbanizaciones se han dirigido hacia el interior. Ahora mismo puede verse, cuando se circula por la autovía de Castalla, un pequeño pueblo que ha surgido aislado en medio del paisaje; otro semejante se construye en las inmediaciones de la autovía de Alicante a Madrid.

La fuerza arrolladora con que se manifestó el fenómeno hizo que apenas se reparase en sus consecuencias. Dado que el dinero corría a espuertas y se creaban continuamente nuevos puestos de trabajo, todo se daba por bueno. A medida que van conociéndose con pormenor los datos económicos del periodo, se ve que no era así. El estudio de la Universidad de Valencia revela que los valencianos hemos pagado un precio excesivo por la pequeña mejora de nuestro bienestar. Un incremento del poder adquisitivo del cincuenta por ciento, entre 1985 y 2005, supuso aumentar en un cien por cien la generación de residuos urbanos, en un 150 por ciento la descarga de dióxido de carbono y en un 200 por ciento el empleo de electricidad y cemento. Estas cifras han hecho que se hable de desarrollo insostenible para la Comunidad Valenciana.

Los excesos de la construcción han creado una imagen de nuestra costa en el extranjero poco favorable. Debemos decir, en honor a la verdad, que esta imagen no afecta sólo a la Comunidad Valenciana sino que se extiende a todo el Mediterráneo español. Nuestra costa sirve de ejemplo en diversos países de lo que no debe hacerse jamás con el territorio. No piense el lector que en ello hay un deseo estético, ni mucho menos: se trata de una postura estrictamente económica. Estos países han comprobado que un territorio bien planificado, donde se mantiene el patrimonio natural y cultural, crea a la larga más riqueza que nuestro modelo. Por decirlo de otro modo, la masificación de nuestra costa sólo habría servido para hacer negocio a corto plazo y enriquecer a unos cuantos.

Días pasados, entrevistaban en "La Vanguardia" a Andrew Williams, un relevante asesor internacional de inversiones inmobiliarias. Según Williams, "en Brasil están obsesionados con no repetir el desastre español y también lo apuntan a menudo los turcos y los sudafricanos." Para este especialista inmobiliario, en nuestro país ya sólo compran viviendas los europeos de clases medias bajas. Lo más cultos y ricos, asegura Williams, ya no invierten en la costa española porque son conscientes de su ruina ecológica y cultural. "Ha faltado -añade- planificación urbanística, y las infraestructuras son pobres e insuficientes. Muchas de las urbanizaciones que se han construido en la costa son burbujas aisladas del tejido urbano tradicional. Usted compra un apartamento o chalet y vive aislado en su urbanización, con servicios deficientes y sin oferta cultural o social."

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