Ayer es hoy
Narrativa. Es una novela histórica Un mundo sin fin (World without end, 2007), aunque todo lo que cuente suceda en una ciudad imaginaria de la Inglaterra del siglo XIV, Kingsbridge, dos siglos después de la construcción de su catedral, episodio que ya narró el galés Ken Follett en Los pilares de la tierra (1989). Cuando la catedral empieza a hundirse, volvemos a Kingsbridge, en tiempos turbulentos de cambio y peste. Su amor por el favorito Gaveston ha derribado al rey, tal como lo escribió en 1591 Christopher Marlowe en su tragedia Edward II.
Follett es maestro en la anécdota, la aventura, la intriga siempre dilatada. Dada tal situación, ¿qué vendrá después? El día de Todos los Santos de 1327 cuatro niños desobedientes se adentran en el bosque, donde ven la muerte de dos hombres de la reina Isabel, esposa del destronado Eduardo II y sospechosa de su asesinato. Una carta misteriosa es escondida al pie de un árbol. El precio de revelar el secreto será la vida. Follett lo cuenta: así se vivía en el siglo XIV, a la sombra de un monasterio. Así se construía, se comía, se vestía, se reía, se torturaba. Así llovía en el pasado y las gárgolas vomitaban agua sobre la ciudad medieval. Pero el decorado histórico parece levantado con maderas y telones de hoy: fanatismo religioso, clero masculino y misógino en alianza con una brutal minoría armada; la invasión y el saqueo de una tierra extranjera, el norte de Francia en aquel tiempo, durante la guerra de los Cien Años.
Un mundo sin fin
Ken Follett
Traducción de Anuvela
Plaza & Janés. Barcelona, 2007
1.182 páginas. 29,90 euros
Estas historias de hoy mismo se cuentan bajo ropajes bíblicos: el destino de dos hermanos, enfrentados como Caín y Abel, Ralph y Merthin, el Mal y el Bien, el señor feudal y el arquitecto. Merthin choca contra el mundo condenado de los monjes, los señores y los gremios. Es hora de hacer un puente nuevo, y una torre, la más alta de Inglaterra, para favorecer el comercio lanero, el mercado de la ciudad, y vencer la rémora de los nobles, los frailes y los artesanos acomodaticios. El mundo viejo perjudica la salud, con sus malas costumbres antihigiénicas, que multiplican la peste. Pero los conservadores despliegan una ignorancia codiciosa, infalible e inexpugnable, combativa, que lastra la vida de los protagonistas y de la ciudad entera.
Entre piezas tradicionales como son el robo de un tesoro y dos muchachas travestidas de chico, los héroes de Un mundo sin fin podrían ser los de una historia de ahora, localizada en Madrid o Nueva York. Hay una mujer de negocios que duda entre sus aspiraciones profesionales y la vida familiar. Hay un arquitecto valiente, el mejor de Inglaterra, acabado de formar en Italia, de gran éxito en su profesión y en los amores imposibles. Y, mientras una pobre madre de familia lucha por sobrevivir frente a los abusos de los poderosos, una especie de oficial de las SS, violentador de mujeres y asesino, carne de horca nunca ahorcada, le corta un dedo a una niña para sacarle información militar al padre. Son los cuatro niños que fueron al bosque un día de 1327.
Follett ha escrito un alegato a favor de la liberación de la economía, la mujer, los homosexuales y el respeto entre los seres humanos. Su heroína, de la que se enamoran monjas y arquitectos, defiende con entusiasmo y buen juicio la razón y la experiencia frente al fanatismo heredado. Y, a través de hundimientos y ascensos de personas y catedrales y puentes, la maldad sucumbirá en 1361, si es que aparece por fin la carta enterrada y decide la última querella de una novela abundante en pleitos y astucias políticas. Han pasado 34 años y 1.180 páginas.
La fábula de Follett tiene un tamaño catedralicio que certifica la vigencia industrial de la letra impresa. Puesto que el autor agradece la colaboración de documentalistas y asesores históricos y literarios, se podría pensar en una obra casi colectiva, si no como una catedral medieval, sí como un novelón fabricado en el siglo XIX por uno de esos talleres de escritores en los que Balzac empezó su carrera. -
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