¿Ha perdido Sundance su alma?
En la edición de su 30º aniversario, el festival independiente que descubrió a Tarantino se enfrenta a críticas por la excesiva comercialización de su propuesta
A Garth Jennings le resultó extraño que los organizadores del festival de Sundance le pidiesen el diámetro de su torso. Su segundo largometraje, Son of Rambow, había sido aceptado por el festival para su proyección, pero no parecía existir un motivo lógico para tal petición. "Al llegar, nos encontramos con un bonito mono de esquí de regalo", relata con entusiasmo Jennings. "Fue maravilloso, aunque también me dio un poco de vergüenza, porque estaba con mi mujer y mi equipo de producción, y todos ellos llevaban seis años trabajando en la peli y solo había un mono".
Sundance, que celebrará su 30º aniversario este año, siempre ha pretendido que los directores se sientan importantes. Aunque eso quizá no explique por qué últimamente el certamen de cine independiente se ha convertido en un mercado cada vez más próspero. La que solía ser una muestra sobria de películas de cine independiente poco convencional celebrada en un pequeño rincón nevado de Utah (EE UU), se ha transformado en una orgía de ofertas previa a los Oscar entre grandes empresas cinematográficas ávidas de fichar al siguiente cruce de cine independiente y comercial, por cerrar un acuerdo de distribución para la nueva Reservoir dogs o descubrir al siguiente Steven Soderbergh. En la edición de este año (que arranca el 17 de enero con un jurado presidido por Quentin Tarantino) se presentan casi 3.000 largometrajes, de los cuales el comité de Sundance acepta unos 125, que serán proyectados durante 10 días.
Pasó de muestra sobria de cine independiente a orgía pre-Oscar
"Ya no disfruto con Sundance, es demasiado grande", dice Peter Biskind
"Ya no disfruto con el festival, es demasiado grande", afirma el historiador del cine Peter Biskind, autor de Sexo, mentiras y Hollywood (Anagrama), un descarnado relato de la historia de un festival que perdió su alma. "Se celebran millones de fiestas y es muy difícil acceder a ellas. Te pasas el rato haciendo cola y respondiendo a la pregunta de si conoces a la persona adecuada".
En 1978, cuando un licenciado en cine fundó el Utah/US Film Festival en Salt Lake City, el festival tenía la ambición de programar una retrospectiva de clásicos estadounidenses, presidir una serie de debates cinematográficos y celebrar un concurso de películas rodadas fuera del sistema con la esperanza de hacerlas llegar a un público más amplio. El acontecimiento se improvisó con una alegría caprichosa y recurrió a los servicios de varios amigos, compañeros y familiares. Robert Redford, cuya esposa en aquel entonces, Lola, era prima del entusiasta estudiante, fue el presidente inaugural de la comisión del festival.
La muestra atraía sólo a los entusiastas más dedicados y, aunque sus ambiciones eran dignas, las películas resultaban mediocres. Después del primer año, el festival se encontró con una deuda de 27.000 euros. Tras seis años de déficit casi permanentes, la salvación se personificó en Redford, que aceptó encargarse de la gestión del festival a través de las competencias siempre crecientes de su Sundance Institute, fundado en 1981 para respaldar a directores independientes.
Fue un conductor del autobús que conducía renqueante a los pocos asistentes del festival el que lo cambiaría todo. En 1988, Steven Soderbergh condujo el vehículo como voluntario. Y regresó un año después, con sus gafas con cristales gruesos y la copia de su filme de debú, Sexo, mentiras y cintas de vídeo. La película no sólo mereció el Premio del Público, sino que desencadenó una guerra de ofertas entre los estudios y llegó a recaudar más de 17 millones de euros. Se convirtió en la quintaesencia del éxito intelectual de bajo presupuesto de finales de los ochenta. Los estudios llegaban.
"En los años noventa, patrocinadores, anunciantes, marcas, todos acudían allí en manada como su principal objetivo". Sin embargo, Sundance seguía siendo un lugar en el que tenías una posibilidad real de ser descubierto.
En 1992, un ex empleado de videoclub llamado Quentin Tarantino presentó su primer largometraje, Reservoir dogs, en el festival. La película fue adquirida por Miramax, una productora independiente de gran éxito dirigida por los hermanos Harvey y Bob Weinstein, una pareja empresarial que deja huella y tiene fama de utilizar lenguaje y nudillos duros. Uno de los incidentes más tristemente famosos del folclore del festival lo protagonizó Harvey Weinstein cuando entró en un restaurante, agarró a un veterano productor cinematográfico del cuello y soltó un torrente de improperios porque éste vendió al mejor postor los derechos de Shine en la edición de 1996.
Desde Reservoir dogs, ningún representante, publicista, productor, compañía o actriz secundaria osa perderse Sundance. Comenzaron las historias de representantes que hablaban por el móvil durante las proyecciones, el equivalente cinematográfico a blasfemar en la iglesia. Los hoteles subieron sus precios mientras Park City (con 8.000 habitantes) trataba de adaptarse al crecimiento exponencial de asistentes, que ya alcanzan los 52.000. En 2007, los puristas del festival repartieron insignias con el lema "Céntrense en el cine" a modo de protesta.
"El éxito atrae al dinero y el dinero atrae al éxito", señala John Anderson, crítico de cine. "Redford se siente compungido por ello. No le gusta que Britney Spears y Lindsay Lohan se paseen por la calle mayor, pero es consciente de que el hecho de que estén allí conlleva cierta recompensa".
Geoff Gilmore, codirector del festival, con todo, se defiende con un punto de orgullo: "Sundance siempre ha sido un acontecimiento cultural y empresarial. Ahora mostramos éxitos del circuito comercial, como Pequeña Miss Sunshine, pero seguimos proyectando películas que nunca se verán fuera del circuito de los festivales. El propio Robert Redford dice que una de las cosas más bonitas que puedes hacer hoy día por un director de cine es librarle de sus deudas, y yo también lo creo así".
© The Observer
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.