Envite desmitificador
Narrativa. En Museo de la Revolución, el escritor Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) fundamentaba su pericia en el uso exacto de la simultaneidad narrativa. Un cúmulo de circunstancias de distinta naturaleza temporal y espacial, alrededor de un secuestro durante la dictadura de Jorge Videla, se convertía en una sólida unidad narrativa. El registro político y psicológico, incluso intimista de la historia, dejaba la sensación agridulce de las historias deprimentes impecablemente narradas. Digo esto porque Ciencias morales funciona con la misma eficacia, y con el mismo sentido de la zozobra que puede dejar en el lector. La ganadora del Herralde de este año es una novela, a diferencia de Museo de la Revolución, que transcurre prácticamente en un recinto cerrado, incluso da la sensación de pertenecer a él los contados pasos que sus protagonistas dan fuera de su perímetro. En el envite crítico y desmitificador, ambas casi se complementan.
Ciencias morales
Martín Kohan
Anagrama. Barcelona, 2007
218 páginas. 15,20 euros
Lo que se relata (y aquí la función de la voz narradora, ejemplar, es capital para captar todos los matices psicológicos, todas las pulsiones que se refrenan, todas las trabas éticas amenazadas por la transgresión y todas las obligaciones éticas que se pisotean con espeluznante naturalidad) sucede en un colegio de enseñanza secundaria de la capital federal. El problema es que este colegio no es uno cualquiera. Es nada más ni nada menos que el célebre Colegio Nacional de Buenos Aires. Célebre por su duración casi bicentenaria y célebre porque un segmento de su historia quedó para siempre inmortalizado en uno de los libros obligatorios más leído por los estudiantes argentinos. Me refiero a Juvenilia. Su autor fue Miguel Cané, que pasó en sus aulas sus años de estudiante adolescente. Que Martín Kohan haga que este colegio de tanta prosapia sea el escenario de su novela es parte de la operación de desmitificación no sólo del colegio (probablemente con Juvenilia incluido) sino también de Argentina. Miguel Cané escribió un libro entrañable para muchas generaciones de argentinos (incluido el que escribe esta reseña). Pero además Cané, como ministro de Interior, fue autor de la xenófoba Ley de Residencia, ley que perseguía a aquellos inmigrantes con ideas políticas sospechosas y antecedentes sindicales. Pues bien, la historia de Kohan transcurre durante los días que duró la guerra de las Malvinas. Sus protagonistas son el jefe de celadores del colegio que Cané idílicamente describió y una inocente celadora que un día se descubre a sí misma hurgando en su propio lado desconocido. La metáfora de la Argentina de los desaparecidos queda plasmada inequívocamente en la descripción de la patriotera y militarizada disciplina colegial. En esas legendarias paredes, menos pedagógicas que marciales a que la abocaron las autoridades del centro durante el periodo de la sangrienta dictadura, se nos dibujan unas escenas de abyección indecibles.
Hay dos cuestiones que no quisiera soslayar: los trámites eufemísticos de algunas descripciones que subrayan la censura conceptual del régimen y el logro casi hiperrealista de algunas escenas. A veces, como ocurre con Martín Kohan (y otros, como Damián Tabarovsky si insinuamos una generación nueva de narradores argentinos), la inventiva es un raro talento que también afecta, además de a los argumentos, al arte de la composición y al manejo de los tonos idóneos de la ficción.
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