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Columna
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Una ciudad sin alcalde

Dos semanas después del discurso pronunciado por Fernández Valenzuela en la Noche de la Economía Alicantina, apenas se habla del asunto en la ciudad. El temor de Francisco Camps a que las acusaciones del presidente de la Cámara de Comercio abriesen una guerra de agravios entre Alicante y Valencia, no se ha confirmado. Tras un primer momento de sobresalto, las aguas han vuelto a su cauce, y todo indica, al día de hoy, que el conflicto no se producirá. El alicantino, salvo que alguien se empeñe en azuzarle -como sucediera años atrás, a cargo, por cierto, del Partido Popular-, prefiere la indiferencia al desorden.

Afirmar que el discurso de Fernández Valenzuela no ha provocado ninguna reacción sería, probablemente, exagerado. El discurso se ha comentado, desde luego, pero los comentarios se han producido más en un plano anecdótico que realmente sustantivo. Lo que ha llamado la atención, muy por encima del contenido, ha sido que el presidente de la Cámara de Comercio se enfrentara en público al jefe del Consell. En la pax empresarial que Francisco Camps ha tejido sobre el cañamazo de los beneficios y las subvenciones, cualquier voz discrepante llama la atención de inmediato. Y esto es lo que ha ocurrido.

El éxito estratégico de Camps no hubiera sido posible sin el concurso de la oposición. El comedimiento con que los socialistas se han comportado en este asunto podemos calificarlo de ejemplar. Cualquier jefe de gobierno desearía tener una oposición semejante. En lugar de aprovechar la ocasión para airear los agravios contra Alicante esgrimidos por Fernández Valenzuela y cargar contra el Partido Popular, los políticos socialistas han optado por la circunspección. Ante tanta prudencia, la opinión pública se ha inclinado a pensar que también ellos tenían cifras que preferían ocultar.

Entre los intereses de unos y las necesidades de otros, hemos perdido una ocasión magnífica para debatir el futuro de Alicante. No se trataba tanto de discutir si la ciudad está más o menos discriminada -pocos pondrán en duda las palabras de Fernández Valenzuela-, sino de averiguar por qué lo está. La discriminación de Alicante es consecuencia de su pérdida de peso específico. En el momento actual, Alicante tiene un porvenir incierto, pues nadie sabe a ciencia cierta qué papel debe jugar. Veinte años atrás, este desconocimiento hubiera tenido una importancia relativa; en la actualidad, en un mundo donde las ciudades se han convertido en creadoras de riqueza, es fundamental.

Aunque el problema estaba latente desde hace tiempo, la buena marcha de la construcción impedía que se manifestara. Mientras se ha edificado sin tasa y la economía iba sobre ruedas, Alicante ha vivido con alegría. Si algún economista advertía del riesgo de la situación, no se le hacía caso y se le consideraba un imprudente. Ha bastado una caída en la venta de viviendas y que abran en Elche unos grandes almacenes para que empiece a hablarse de crisis en la ciudad. Esto sucede en un momento en que Díaz Alperi se muestra impaciente por abandonar la alcaldía. Más allá de facilitarle los negocios a Enrique Ortiz -recalificación de los terrenos del Hércules, aparcamiento de El Pla-, Díaz no parece tener mayor interés en los asuntos de la ciudad. El fastidio que la situación le provoca al alcalde es evidente en sus declaraciones y en sus apariciones públicas.

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