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Columna
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No hay que pisar esa jaima

Lluís Bassets

Lo mejor de Sarkozy es su talento teatral, su sentido del gesto y de la improvisación. Sus fotos son estampas redondas para las primeras páginas de los periódicos. Sarkozy tiene este don como otros no lo tienen. Angela Merkel, sin ir más lejos. Es un aura que se contagia y se pega a quien le acompaña. Las imágenes de Sarkozy en sus encuentros con Merkel están llenas de calor y de amistad, a veces con ese punto de ambigüedad de las efusiones de afecto entre adultos. Y sin embargo, nada más lejos de la realidad. No se detestan, pero tampoco se aman, y mantienen, como sus respectivos países, una silenciosa e intensa emulación en casi todos los campos, aunque encabezan y sirven a esta pareja franco-alemana a la que la historia de la unidad europea ha obligado a trabajar en un matrimonio de conveniencia después de que la geografía la hubiera llevado a destrozarse en guerras atroces.

Sarkozy practica la diplomacia temperamental pero pragmática, todo lo contrario de Merkel

El más reciente capítulo de este contraste afecta a la diplomacia de los derechos humanos. Mientras el incansable Sarkozy obtiene contratos millonarios para Francia en sus viajes a países poco recomendables, Merkel sufre las represalias de Pekín porque quiso recibir al Dalai Lama en Berlín. Si el capitalismo de Estado francés se relame los labios, el capitalismo renano alemán se lamenta de la puntillosa actitud de la canciller con el gigante asiático.

Fue Sarkozy quien situó los derechos humanos en el frontispicio de su presidencia, simbolizándola en la incorporación del fundador de Médicos sin Fronteras, Bernard Kouchner, al Ministerio de Exteriores y de Rama Yade a una secretaría de Estado de los derechos humanos. Pero sus comportamientos se han bifurcado: el pragmatismo de los intereses por un lado, y una retórica ampulosa pero cuidadosa y cortés con quienes los menosprecian por el otro. Esa diplomacia sarkoziana es temperamental, todo lo contrario de la que practica la señora Merkel. También imprevisible: puede subirse a un avión para una operación de urgencia como la de traerse a un grupo de franceses y españoles detenidos en Chad o dirigirse directamente al guerrillero más sanguinario sin pensárselo dos veces. Hay que hacer el ejercicio de imaginar qué sucedería si fuera otro dirigente político, principalmente de izquierdas, quien tuviera un trato tan desenvuelto con personajes que huelen a azufre.

Las prisas del joven presidente se deben al vacío sideral que impera en el planeta después del paso desgraciado de las huestes neocons con su saco averiado de valores que resultaron falsos. Lo sucedido en Lisboa este pasado fin de semana expresa muy bien las alternativas que se preparan: el silencio inhibido de Gordon Brown, el sucesor de Tony Blair que no quiso coincidir con el dictador de Zimbabue, Robert Mugabe; la expresividad pragmática de Sarkozy que se ha quedado a Gaddafi una semana entera con su jaima al lado del Elíseo (antes de mandarle a acampar con nosotros); y las palabras claras y precisas de Merkel que tan poco han gustado a los dirigentes africanos, que la han tachado de fascista.

El compromiso de Angela Merkel en la defensa de los derechos humanos no parece una actitud de oportunidad y tiene que ver, incluso, con su biografía. Es la primera canciller y la única gobernante de uno de los grandes países occidentales que ha crecido y vivido la mayor parte de su vida bajo una dictadura. Sólo llegar a la cancillería pidió el cierre de Guantánamo y el cese de las entregas extraordinarias de presos para su interrogatorio en terceros países. También ha marcado la diferencia con su antecesor, el canciller Gerhard Schroeder, respecto a la Rusia de Putin. Pero su diplomacia de los derechos humanos entra en una competencia retrospectiva con el ministro de Exteriores del anterior Gobierno, Joschka Fischer, uno de los artífices de la intervención europea en Kosovo y ardiente enemigo de la invasión de Irak. Merkel, desde la derecha, quiere llevarse todas estas banderas para casa. Su reprimenda a Mugabe se ha producido justo una semana después del congreso de su partido, la CDU, en el que ha reivindicado con gran habilidad escenográfica el centro político alemán e incluso a la figura venerada de los socialdemócratas, el canciller Willy Brandt, precisamente en relación con los derechos humanos. "Aquí en el centro -dijo en el Congreso, señalando la sala donde estaban los delegados-, estamos nosotros. Sólo nosotros. Nosotros somos el centro".

Haría mal la izquierda alemana, y con ella la europea, si abandonara este centro y atendiera a los argumentos de Mugabe. Lo propio de nuestra época es que sean los fascistas quienes llamen fascistas a quienes les afean sus comportamientos despóticos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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