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Columna
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230.000 voluntarios

La verdad es que tenemos poca memoria, olvidamos cualquier cosa. De hecho, durante años nos hemos olvidado de respirar. Galicia vivió bastante ahogada bajo el manto opaco y asfixiante del fraguismo, pero afortunadamente aquí estamos tan campantes y sin despeinarnos. Un día se marchó Manuel Fraga de vuelta a Madrid y aquí no pasó nada. Nadie se acuerda ya, nos hemos despertado de un sueño como si nunca hubiese estado ahí el dinosaurio. Incluso algún periódico decidió abrir los ojos y, ¡oh!, vio que ya se llevaban años levantando una obra consistente en un monte de Santiago.

Más que levitar, como imaginó Torrente Ballester, de cuando en vez nos sumergimos bajo tierra en el cubil y nos adormecemos en el olvido. Ahora, por ejemplo, recordamos a 230.000 personas que se nos habían olvidado. ¡Claro, como se marcharon! Vinieron, limpiaron la costa y ¡hala! Ni siquiera dejaron la dirección o el teléfono, por si un recado.

Seríamos miserables si no somos capaces de recordar y hermanarnos con esos héroes del voluntariado

La catástrofe que provocó en nuestra costa el hundimiento del petrolero Prestige desencadenó una reacción social ejemplar. Al pueblo gallego debe llenarle de orgullo la capacidad de reacción y autoorganización de que hizo gala obligadamente para suplir la falta de Estado.

Creamos estructuras paralelas para hacer frente a la marea negra y obligamos al Gobierno a dejar de lado las mentiras y a enviar ayuda. Demostramos energía y una cultura social moderna, ecológica y democrática. De hecho, nuestra movilización fue la espoleta y el inicio de una movilización social que se continuó luego contra la guerra de Irak. Nunca Máis fundó la Galicia moderna. Y así debe quedar en los libros ya que no puede encontrarse en las hemerotecas, pues la mayor parte de la prensa gallega no sabía entonces escribir ese nombre.

Ahora que han pasado cinco años debemos conmemorar con orgullo nuestro mejor momento, pero sería meternos bajo tierra nuevamente a dormitar en nuestra desmemoria si olvidamos a esas personas que vinieron de todas partes a ayudarnos. Lo hicieron por iniciativa propia y actuaron desinteresadamente.

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No estuvimos solos, vinieron 230.000 personas de toda España. De la comunidad autónoma madrileña, de Cataluña, de Valencia, La Rioja, País Vasco, Navarra, de las dos Castillas, Extremadura, Andalucía, Aragón, Baleares, Canarias..., de todas partes. Y de Portugal, de Francia y otros países. Y también, cuando obligamos al Gobierno a actuar, los soldados profesionales, que, aunque no vinieron de forma voluntaria, limpiaron igual o más que los demás. Pienso en todo esto cuando en Muxía, como antes en Carnota, hacen un homenaje a los voluntarios. Les debemos tanto y hemos tardado tanto en agradecérselo.

Sin ellos quizá no hubiésemos sido capaces de romper el muro de mentiras levantado por el Gobierno de entonces. Ellos acudieron desde los primeros días sin ser llamados. Vinieron como vienen los pájaros en su estación, sin que se note mucho, pero ahí andan por el cielo. Voluntariado desplegado por playas y acantilados negros, figuras pequeñas como muñequitos vestidos de blanco en la costa grande. Llamaban a sus casas y hablaban con sus padres, sus novias, novios, amigos, hijos, desmentían lo que contaban los telediarios de Urdaci y Sáenz de Buruaga, emitiendo imágenes de individuos degradados diciendo "que vengan más Prestiges".

Necesitábamos reconstruir una nueva imagen de nosotros que acabase con aquella indignidad en que estábamos, necesitábamos vernos con una imagen que nos diese orgullo y nos vimos en nuestros marineros y mariscadoras que en las Rías Baixas salieron al frente a buscar al enemigo que avanzaba. Nunca lo olvidaremos.

Tuve la experiencia de publicar un libro de urgencia en aquellos días. Nunca se escribe tan bien el drama como en caliente, y los editores del libro en castellano y catalán le estamparon la imagen de los voluntarios limpiando el chapapote en las piedras de la costa. Mi editor gallego en cambio escogió una imagen que resumía nuestro punto de vista: dos marineros en su bote recogen chapapote del mar con las manos. Fueron, son, nuestros héroes, los héroes de nuestra tribu.

Pero seríamos miserables si no somos capaces de recordar, agasajar y hermanarnos con tantos héroes de esa tribu amiga del voluntariado, que fueron nuestros aliados en aquella guerra sucia. También ellos tuvieron bajas, también ellos se dejaron parte de su salud de modo desinteresado. Y no cobraron ni un duro. Pienso en todo esto mientras un voluntario ejemplar, Josep Figueras, que le habló al Rey en su nombre, en el de todos y en nombre del océano, presenta un libro, Mareas negras, mareas blancas, donde por su boca hablan al fin esas 230.000 voces.

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