Sordidez cansina
Como tantos agradecidos lectores, guardo poderosa memoria y sensaciones impagables de la literatura de Juan Marsé, de esa prosa identificable, lírica, evocadora y hermosa que describe inmejorablemente las viejas e imborrables heridas del alma, infancias y adolescencias expectantes, vidas masacradas, el olor de la tristeza, supervivencia. Esa capacidad para retratar sentimientos y transmitir emoción, esa fascinante creación de ambientes, personajes y atmósferas que distingue a este novelista aromático y excepcional, nunca ha sido correspondida en las adaptaciones que ha hecho el cine de su obra. O al menos, a mi gusto no le consta.
Vicente Aranda, cuya afición al universo de Marsé es ancestral y transparente, había perpetrado anteriormente variadas mediocridades con él en La muchacha de las bragas de oro, Si te dicen que caí y El amante bilingüe. Pero su insistencia llega a lo alarmante con esta pedestre, inane, intrascendentemente amarga, pretendidamente realista, grotescamente lírica, feísta y fea Canciones de amor en Lolita's Club.
CANCIONES DE AMOR EN LOLITA'S CLUB
DIRECTOR: VICENTE ARANDA
INTÉRPRETES: EDUARDO NORIEGA, FLORA MARTÍNEZ
GÉNERO: DRAMA. ESPAÑA 2007
DURACIÓN: 100 MINUTOS
El ceñudo salvaje no asusta y el dulce tarado no enternece
A cada cual su Marsé. El que me enamora es el de Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, Un día volveré, Ronda del Guinardó, El expreso de Shanghai y Rabos de lagartija. Pero incluso en sus novelas que me dejan frío, como Canciones de amor en Lolita's Club existen destellos atractivos y reconocible estilo.
Vicente Aranda es muy fiel en su guión al áspero argumento de la novela, exceptuando el desenlace, que aquí se dulcifica ligeramente. Lo protagoniza un policía nihilista y violento, con mala y permanente copa, kamikaze y deslenguado, atormentado por no se sabe bien qué demonios interiores, putero y semental, insumiso y matón, turbio y desesperado, a punto de que su indisciplina y su militante mala hostia le hagan perder su curro y seriamente amenazado por un capo de la mafia, por movidas de droga y por haber enviado al hospital a su hijo nazi que se divertía acorralando a unas inmigrantes árabes. El personaje da inicialmente un poquito de asco, pero su destierro a las tortuosas raíces familiares va a peor. Se convierte en un esperpento sin gracia, en complacencia en la sordidez, temática que apasiona de siempre a Vicente Aranda y en la que se mueve a placer (inenarrable e inolvidable La mirada del otro), pero que inevitablemente resulta fatigosa, increíble y boba para cualquier espectador con paladar mínimamente educado.
Resulta que el policía irascible y bolinga sólo guarda amor incondicional y sentimiento de protección hacia un hermano gemelo y subnormal que trabaja en un burdel de carretera poblado mayoritariamente por explotadas putas latinoamericanas y que el entrañable y cálido disminuido mental está colgado de la más voluptuosa, yonqui, resignada y trágica dama del lugar. Con ello, ya hay licencia para todo tipo de disparates, para contentar al mirón con sexo mercenario y desgarrado, para las relaciones supuestamente complejas y los sentimientos volcánicos y contradictorios. Pero esa pretendida intensidad emocional no perturba ni conmociona. En el mejor de los casos da un poco de risa. En el peor, vergüenza ajena.
Eduardo Noriega se esfuerza un montón en otorgar fuerza dramática y credibilidad a ambos hermanos gemelos, pero en vano. El ceñudo salvaje no asusta y el dulce tarado no enternece. Lo único en lo que consigo fijar el ojo es en la anatomía y el rostro de Flora Martínez. No compensa de tanto tedio.
Babelia
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