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Agudizar las contradicciones

Cuando yo era joven, existía una fórmula para verbalizar una determinada estrategia transformadora que, diría, ha caído plenamente en desuso. Se hablaba entonces de "agudizar las contradicciones". Hace tiempo que no oigo esta expresión. Sí oigo a veces una expresión equivalente -"cuanto peor, mejor"-, pero no como una estrategia real de transformación, sino precisamente como caricatura de las estrategias falsamente transformadoras, que dicen querer hacer un mundo mejor cuando en la práctica lo empeoran. Supongo que la fórmula ha caído en desuso porque se ha demostrado absolutamente falsa. El presupuesto de esta afirmación es que los países, las clases sociales, los sujetos colectivos, funcionan por reacción y que cuando más evidente es la injusticia que se comete con ellos, cuando están más visiblemente marginados, oprimidos o perjudicados, más posibilidades existen de una reacción transformadora.

Lo que moviliza para transformar no es el choque de trenes, sino tener una vía para avanzar

Pero en la práctica las cosas no funcionan así. Durante casi todo el siglo XX, la socialdemocracia europea era acusada, por parte de los que propugnaban estrategias revolucionarias, no sólo de no agudizar suficientemente las contradicciones del capitalismo, sino de endulzarlas y convertirlas en soportables. Durante muchos años, los socialdemócratas tuvieron que oírse llamar traidores a la clase obrera y freno de la revolución necesaria porque se habían convertido -otra vieja expresión en desuso- en "gestores del capitalismo". Por culpa de la pérfida socialdemocracia, el capitalismo no mostraba su peor cara, y por tanto el proletariado sentía menos necesidad de llevar a cabo la imprescindible revolución. Pues bien, visto con perspectiva histórica, ¿quiénes llevaban más razón? ¿Quiénes contribuyeron a mejorar más eficazmente las condiciones de vida de los trabajadores? ¿Los que agudizaron las contradicciones hasta llegar a la Revolución soviética o las socialdemocracias a la alemana, que participaron en la gestación del Estado de bienestar, aprovechando los resquicios del sistema, participando en su gestión? Para mí, la respuesta es obvia.

El mismo argumento sirve para el nacionalismo catalán. Una parte del nacionalismo ha creído que los catalanes sólo adquirían una conciencia nacional activa cuando fuesen insoportables las discriminaciones y los perjuicios del Estado unitario. Cuando más discriminación y opresión hubiera, más catalanismo. Cuanto peor, mejor. Por tanto, si no la apuesta activa, como mínimo el deseo pasivo, era que se agudizaran las contradicciones del Estado. Y quien aprovechaba los resquicios del Estado para conseguir más autonomía era -como los socialdemócratas- considerado un traidor que frenaba el proceso emancipador. Tampoco en este caso la historia les ha dado la razón. El catalanismo, la conciencia nacional, ha crecido cuando ha habido instituciones propias, la Mancomunitat o la Generalitat. No había más catalanistas bajo el franquismo que en democracia, habiendo muchísima más opresión. Al contrario. Cuanto peor, peor.

Porque, tal vez, lo que moviliza a las poblaciones, lo que pone en marcha los cambios y las transformaciones democráticas, no es tanto la conciencia de una injusticia o de un prejuicio como la confianza en una vía posible y razonable para superarlo. Lo que moviliza para transformar no es el choque de trenes, sino tener una vía para avanzar. Del catalán cabreado no nace una reacción política positiva, sólo una cierta melancolía. La reacción nace cuando el cabreado intuye que existe una vía posible, razonable, real, para mejorar la situación, aunque sea parcialmente. Las transformaciones no nacen de los cabreos, sino de la existencia de alternativas. Y de la credibilidad de estas alternativas. Por tanto, los que quieren transformar algo, en cualquier sentido, deberían aplicarse más que en agudizar las contradicciones de sus adversarios, en justificar las esperanzas de los propios. Cuando lo único que ocurre es que se agudizan las contradicciones, no llegan los cambios, sólo los cabreos. Y un cabreo sin salida degenera en tristeza, en fatigada indiferencia.

Vicenç Villatoro es escritor

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