El último 'Papa negro'
Los jesuitas reivindican en Bilbao a Pedro Arrupe, que revolucionó la Compañía con gran enfado de Juan Pablo II
El 22 de mayo de 1965, en pleno Concilio Vaticano II, la Compañía de Jesús fundada en 1540 en París por el vasco Ignacio de Loyola era un ejército de 36.038 personas repartidas por 100 países, que dirigían 4.600 colegios, 64 universidades -algunas, entre las mejores del mundo- y miles de seminarios, parroquias o centros sociales. Ese día, 224 dirigentes jesuitas reunidos en Roma eligieron como su prepósito general a Pedro Arrupe. Había nacido el 14 de noviembre de 1907 en Bilbao y murió el 5 de febrero de 1991 en Roma, después de sufrir a manos del papa Juan Pablo II no pocas humillaciones. Los jesuitas celebran esta semana el centenario de su nacimiento con múltiples actos de homenaje y culturales.
La milicia del Papa. Eso fueron durante siglos los jesuitas. Según le fuera a Roma en la política europea, su condición de vanguardia les costaría exilios, martirios y hasta una supresión de la orden en el siglo XVIII. España los había expulsado en 1767 por creerlos Carlos III detrás del motín de Esquilache, y también lo hicieron Francia y Portugal, aquí por sostener que el terremoto que destruyó Lisboa era un castigo de Dios por la mala política del Gobierno. Finalmente, un débil Clemente XIV se vio forzado a firmar la disolución de la compañía.
Arrupe también sufrió las zozobras de una congregación siempre en la picota. En 1932 estaba estudiando en Oña (Burgos) cuando se decretó la disolución de la Compañía en España. El destierro lo cumplió en Bélgica. El 6 de agosto de 1945, a las ocho de la mañana, fue, además, testigo de la explosión de una bomba sobre Hiroshima, donde estaba destinado. Escribiría sobre aquella terrible experiencia el libro Yo viví la bomba atómica.
La elección de Arrupe como prepósito general resultó ser revolucionaria ya en 1965, cuando Pablo VI le pidió apoyo para desarrollar el aggiornamento (puesta al día) acordado en el Vaticano II. "Mi queridísima milicia", le dijo el Papa. En apenas tres años Arrupe consumó el giro social de la Compañía de Jesús y empezaron sus problemas. Le acusaron de todo, en primer lugar, de ser el responsable del nacimiento y auge de la teología de la liberación, un "lobo marxista" según los conservadores. Las palabras "opción por los pobres", empleadas por primera vez en una carta de Arrupe a los jesuitas de América Latina en mayo de 1968 fueron la espoleta.
Pocos eclesiásticos han dejado una huella mayor en el siglo pasado que Arrupe, no sólo en la Iglesia romana sino también en otros sectores de la sociedad. Juan Pablo II, el Papa que lanzó a la Inquisición contra los teólogos de la liberación, lo obligó a dimitir en 1981, le impuso un sustituto provisional de su confianza, y maquinó para que el definitivo también le fuera complaciente. No lo consiguió. "Ya verá como no lo eligen", se había lamentado ante sus colaboradores. Arrupe aceptó las humillaciones, y pidió obediencia al Papa. Lloró en silencio, muy enfermo en mitad de la crisis. "Hemos sufrido mucho", le dijo más tarde al también jesuita Pedro Miguel Lamet, autor de Arrupe. Testigo del siglo XX, profeta del XXI, quizá su mejor biografía.
En España, adonde vino en pocas pero sonadas ocasiones durante su generalato, Arrupe tuvo intervenciones memorables. En 1970 visitó al padre José María Llanos en las chabolas del Pozo del Tío Raimundo, logró poner orden entre sus revueltas huestes y también visitó al general Franco. Sesenta y cinco minutos de entrevista, cuenta Lamet. Arrupe aprovechó la ocasión para denunciar ante el dictador que había en España brutales detenciones acompañadas de torturas. "¿Tiene usted pruebas de esas torturas?", replicó Franco. Respuesta del prepósito general: "He visto las espaldas de algunos jóvenes torturados".
Se ha escrito mucho sobre la evidente rivalidad entre los jesuitas y el Opus. "¿Qué tal sus relaciones con monseñor Escrivá?", le preguntaron a Arrupe. Respuesta en 1970: "Bien. Pero me debe querer algo menos. Antes me daba dos besos y ahora me da sólo uno". El Opus, que protegió a Juan Pablo II cuando era sólo un obispo polaco, fue para este Papa lo que los jesuitas para sus predecesores: la milicia queridísima.
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