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Columna
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Muertos

Coinciden estos días la sentencia del 11-M, la Ley de la Memoria Histórica y la festividad de Todos los Santos. Esta última se remonta, según cuentan, al año 607, cuando el papa Bonifacio IV, como parte del saqueo virtual de Roma por el cristianismo, hizo trasladar al Panteón, antiguo templo pagano, los restos dispersos de incontables mártires anónimos y les dedicó la fiesta que luego sería la que ahora celebramos: la de los santos que se quedaron fuera del calendario. Una contradicción, porque un santo no puede ser anónimo si ha de dar ejemplo y testimonio, pero la intención se entiende y es buena. Los devocionarios aclaran que no hemos de entender la fiesta como una manifestación de okupas sin altar, sino como un coro de bienaventurados. Por esta razón, la fiesta religiosa va unida al Día de Difuntos, que a su vez coincide con el cambio de hora, que acorta y entristece las tardes de otoño. Los pocos que no salen despepitados a gozar de las delicias de aeropuertos y autopistas, celebran la efeméride yendo al cementerio y, en Cataluña, comiendo castañas asadas y unos dulces de mazapán de muchos colores y sabores, unificados por una amalgama de almendra molida y azúcar en dosis masivas, que equivale al principio constitutivo del santoral, es decir, una mezcla de piedad y folclore.

Cada una a su modo, la sentencia del 11- M y la Ley de la Memoria persiguen un objetivo similar: llevar al terreno de lo individual lo que tiende a fundirse en la abstracción geométrica de la perspectiva histórica, en el lejano paisaje de los conflictos mundiales, de las grandes decisiones políticas. Una y otra han sabido a poco, precisamente porque descienden de la épica colectiva al drama personal. Actos precisos, ceremonias otoñales. A fin de cuentas, no se puede hacer mucho más por los muertos, sean santos o todo lo contrario.

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