Cierta melancolía

Sostiene Fellini en el contexto de unas reflexiones sobre las relaciones entre música y cine que se proyectan en este espectáculo que la música siempre le ha producido una sensación de melancolía. Justamente es lo que se desprende de inmediato de la propuesta escénico-musical de Nicola Piovani.

El planteamiento es arriesgado, entre otras razones porque se da la vuelta a lo establecido. La música que sirve de telón de fondo a las películas que se ponen en primer plano, y las imágenes estáticas de los fotogramas sirven de acompañamiento. Todo ello, con un lenguaje virado hacia lo teatral.

La melancolía aparece desde la evocación de un discurso que originalmente es otro. Pero también en la dimensión popular que el espectáculo posee. En este terreno la puesta en escena se manifiesta insuficiente. Y uno puede añorar ambientes de verbena al aire libre, con sus luces de colores, donde este espectáculo tendría otro alcance.

En el Albéniz se manifestó un poco distante, por mucho que pesen el carisma de Piovani y sus músicos, el encanto napolitano de un cantante como Pino Ingrosso o la sonoridad nostálgica del acordeón. La música en esta nueva escala de valores se vuelve reiterativa y aunque luzca más en el cine de Benigni o en el de Fellini, donde sobresale con más libertad es en los cantos elaborados precisamente para la escena como El amor de las tres naranjas.

Con todo ello, no quiero limitar en modo alguno la valoración de la música para cine -la hay imponente, desde Shostakóvich a Rota, pasando por Alberto Iglesias y el propio Piovani-, sino mostrar los problemas de una descontextualización. El espectáculo es amable y se contempla sin sobresaltos. Entra de lleno en esa dinámica de lo diferente que Ariel Goldenberg regala continuamente al Festival de Otoño, pero se queda en un tono menor. Aunque tal vez sea ésa su intención.