Bernhard con Lupa
La caja escénica puede ser una simple prolongación de la platea... o un universo en la cuarta dimensión. Ahora que se lleva el teatro de pista, en contacto estrecho con el público, Krystian Lupa enmarca en rojo el arco del proscenio y tira una cinta del mismo color de lado a lado de la embocadura, a la altura del ombligo, para marcar distancias entre espectadores y representación. Ambos símbolos remiten a la vela roja encendida ante el sagrario: representan la consagración del teatro. Los espectáculos de Lupa son vida al otro lado del espejo, alumbrada en sesiones cuasi espiritistas donde se invoca el alma de la obra. Todos duran lo que deben durar, no lo que el mercado dicta. Hay que verlos con la disposición con que se abandona uno al sueño, dejándose caer dentro, sin resistencias. Extinción es una cata de seis horas en la novela homónima de Thomas Bernhard. Josef Murau, su protagonista, se ve obligado a regresar desde Roma, donde lleva una vida amable y filosófica, a su odiada Austria natal, tras recibir un telegrama en el que sus hermanas le comunican la muerte de sus padres y del hermano mayor en accidente de tráfico. El pasado, que Murau creía olvidado y sin retorno, se le viene encima como un alud.
En este espectáculo, que se representa en el Festival de Otoño de Madrid, todo es excepcional: los 21 intérpretes del Teatr Dramatiyczny de Varsovia, con Piotr Skiba a la cabeza, la música envolvente de Jacek Ostaszewski, la luz atmosférica de Krzystof Solczynski... y la escenografía de Lupa, que nos traslada en un abrir y cerrar de ojos de un espacio a otro, de la intimidad de la cocina al pabellón de juegos infantil, cuarenta años cerrado, que aparece inmenso, visto todavía con ojos de niño, como si el tiempo hubiera quedado congelado allí dentro y los oficiales de las SS hospedados gentilmente por la familia de Murau fueran a reaparecer en cualquier instante. Son fantasmas al acecho.
Vi Extinción en el Teatre Lliure en 2002, tras una noche en vela y un viaje agotador desde Madrid en bus. En la oscuridad, siguiendo los sobretítulos en catalán, empezaba a adormecerme cuando algo me agarró por la solapa y ya no me soltó: no fue la acción, tan recortada, sino la atmósfera intensa, la presencia real de los personajes y eso que Brook llama calidad objetiva. Zarandeado, mi sueño desapareció. Extinción tiene secuencias hipnóticas. En una, cuatro comensales, entre ellos el cardenal Spadolini, amante de la madre de Murau, charlan ante una mesa inmensa tendida de lado a lado del escenario, y cenan de verdad. En otra, el protagonista reconstruye imaginariamente la foto de bodas de su hermana: una orquestina toca, el fotógrafo coloca a los novios y a sus familiares en hilera, en posiciones forzadas, les pide que aguarden un momento antes de disparar, y los abandona. El padre muerto se suma al grupo.
Cinco años después, ¿seguirá este montaje igual de vivo? No creo que el tiempo lo haya deslustrado, pues en Polonia el teatro público se hace en régimen de repertorio, con compañías fijas, algo impensable aquí: sólo ha cambiado uno de los doce intérpretes principales.
La identificación de Krystian Lupa con Bernhard viene de largo. El forn de calç (La calera), espectáculo de cuatro horas producido en 1992 por el Stary Teatr de Cracovia, retrata a un investigador que, para redactar su obra maestra, decide recluirse en una fábrica de cal con su esposa paralítica. Se estrena en el festival Temporada Alta de Girona.
Extinción. Madrid. Teatro Valle-Inclán. Del 18 al 21 de octubre. El forn de calç. Teatre de Salt (Girona). 30 de noviembre y 1 de diciembre.
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