Canallas de más
He dejado de asistir a los funerales y actos cívicos con los que merecidamente honramos la memoria de aquellos a quienes más quisimos. No lo he hecho por autodefensa -por ese miedo pueril a sufrir en público, que a veces nos coarta- ni por falta de ánimo. Me parece que lo que siento es ira. Ira ante el pensamiento de encontrarme cara a cara -por el camino de ida, por el de vuelta, en los aledaños y quizá también entre las paredes del duelo- con tantos canallas que siguen entre nosotros, seguramente convencidos de que la muerte de los mejores les da el triunfo en sus sucias batallas.
Ha habido en mi vida rachas de pérdidas que me han pillado proclive a participar en exequias, y me he dirigido a las ceremonias con el ánimo dispuesto, presta a abrazarme a quienes habíamos participado de la persona como ahora lo hacíamos de su ausencia, proporcionándonos el consuelo del luto compartido. En esas ocasiones no han faltado ni siquiera las carcajadas que algún orador arranca a las lágrimas al evocar anécdotas y rasgos de carácter: último regalo del muerto, la risa que nos da unida a su recuerdo. Tengo bastante edad y memoria como para poder pasar revista a funerales de toda índole: con multitudes ovacionando el féretro, con privacidad anónima de tanatorio; con tercetos de cuerda interpretando la música favorita del fallecido; con discursos y sin discursos; con gente afligida y con gente que cuchicheaba, aburrida; con personas devastadas por la amargura y fotógrafos que las seguían pendientes de su llanto. Con declaraciones a la prensa y sin declaraciones a la prensa. De negro y de blanco, con banderas y sin banderas, con autoridades y sin ellas. Con féretro y con urna. Funerales, todos.
Y un día, en la fiesta -por llamar algo a aquello- organizada por los editores para conmemorar la salida del libro póstumo de un escritor, ese día, digo, mientras una de las amistades presentes lloraba y vomitaba de pena en el baño, y yo trataba de alcanzar la puerta, convencida de que si no huía acabaría liándome a tortas con los supervivientes por el mero hecho de haber sobrevivido... Bueno, pues en aquel exacto momento, a medio camino entre el horror y la calle, un joven futuro valor del periodismo audiovisual plantó su alcachofa delante de mis narices y preguntó:
-¿Preferirías que él estuviera vivo para que pudiera presentar su libro póstumo?
Quedé noqueada. Ni siquiera sé qué mascullé como respuesta (inevitablemente no estuve a la altura) y salí zumbando.
Desde entonces he ido perfeccionando mi defección de las conmemoraciones, celebraciones, rememoraciones y otras ones in artículo mortis. He llegado a la conclusión de que, lo mires como lo mires, cuando muere uno de los nuestros el mundo se queda, por lo menos, con un canalla de más por delante. Es la ley de la descompensación. De una forma u otra, el muerto que lloramos nos ayudaba a soportar lo intolerable. Caída su protección, tolerancia cero. En lo que a mí respecta.
Y así es como me encontró la última racha de abandonos, de partidas, de fallecimientos que, despiadadamente, han señalado con vacíos de fuego las semanas del último verano. Inútil para el entierro. Esquiva para las manifestaciones colectivas de luto. Huraña entre los otros, aunque interiormente volcada hacia los unos, los únicos, los que se fueron.
Me he perdido, cierto, el abrazo cálido de quienes también les amaron. Pero es que no quiero consuelo. No lo hay.
Y, además, ya he dado con la respuesta que habría debido ofrecerle a aquel cretino que me abordó con motivo de la presentación del libro póstumo:
-Lo que yo preferiría es que tú fueras el muerto.
Tengo un balcón en mi casa con tres hibiscos, una buganvilla y un jazmín. Me instalo ahí y veo las fachadas fronterizas, también reventonas de flores. Más allá no hay nada, si yo no lo intento ver. El espejismo dura poco, ya lo sé. La realidad lo estropea, se cuela en la casa. Pero mientras estoy en mi rincón me siento como cuando no voy a los funerales de seres queridos y no tropiezo, por el camino, con los canallas.
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