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Reportaje:La 'revolución azafrán'

Shu Ko tiene suerte: gana dos euros al día

Millones de birmanos malviven con salarios muy bajos y sin apenas servicios públicos pese a los grandes recursos del país

Sakir An Ulai divisa la señal que estaba buscando y frena en seco. Estaciona en la cuneta y sale corriendo. Cinco minutos después regresa a su vieja camioneta Mazda con un bidón lleno de gasolina, bufando. Había agotado la cartilla de racionamiento de combustible y no le quedó otra salida que adquirirlo en el mercado negro, donde se pagaba el equivalente a 40 céntimos de euro el litro, tres veces el precio del gasóleo subvencionado. "Con estos precios no aguantaremos mucho tiempo", se lamenta. Esto sucedía a primeros de agosto y Ulai no sabía que el Gobierno se disponía a acabar con las subvenciones, lo que duplicó el precio del combustible y del transporte público y desató las protestas.

"Todas las mañanas salimos a pedir y hasta los pobres nos dan", explica un niño monje
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El vehículo no es suyo. Lo alquila por días. En una buena jornada lleva cinco euros a casa. Se suman a los tres que gana su esposa, trabajadora de una empresa familiar dedicada a la producción de objetos de madera lacada para turistas. El resultado es una cantidad superior a la media, pero en Mandalay, la segunda ciudad en importancia de Myanmar, sólo les permite adquirir un piso en un bloque de viviendas que no se ha concluido por falta de presupuesto. Los pilares desnudos apuntando al cielo son una visión habitual en las ciudades del país. "Y doy gracias, porque las inundaciones han llevado a muchos a la cuneta de las carreteras". Su hermano Sakir An Thew es uno de ellos. Junto a toda su familia, se ha instalado en una improvisada chabola construida con plásticos, tablones y cartones. Hasta que las aguas vuelvan a su cauce, el menú consistirá en sopa de huesos de vaca y arroz.

No muy lejos de allí, Aung Shu Ko, de 39 años, se encarga de que los alrededores de Mandalay se conviertan en una tupida alfombra verde. Junto a una decena de mujeres, y por dos euros al día, va plantando el arroz que cubre la planicie de Mandalay. Ella se siente afortunada, porque su hijo está escolarizado en un pequeño colegio de Unicef que acoge a un centenar de hijos de agricultores, a dos kilómetros de su casa, un palafito tradicional que con las últimas lluvias se ha convertido en una isla. La casa cuenta sólo con dos habitaciones en las que se acomodan los siete miembros de la familia, y una cocina de madera. Cuando las lluvias no anegan la tierra, la planta baja se destina a los animales, principal fuente de proteínas. La galopante inflación les afecta de lleno. "A nosotros no nos pagan más por nuestro trabajo, pero los precios suben sin cesar". La situación ha provocado un desencuentro con su marido, que transporta el cereal en su carro de bueyes. "Él quiere que nuestro hijo trabaje, pero yo prefiero que siga estudiando". En cualquier caso, Shu Ko siente que terminará imponiéndose la realidad, y que su hijo, de ocho años, se unirá a los miles que aportan con su trabajo un apoyo económico a la familia. "Nosotros no sufrimos la violencia de la guerrilla, y aquí el Ejército no se ensaña, pero cada vez es más difícil sobrevivir".

Zaw Zaw tiene más suerte. Recibe clase todos los días y no tendrá necesidad de trabajar. Eso sí, no puede despojarse de su uniforme: la túnica azafrán que ha dado nombre a la revolución actual. Hace tres meses ingresó como novicio en un monasterio de las afueras de Yangon, capital del país hasta hace un año. Allí no sólo recibe educación religiosa. Los monjes imparten clases de inglés, matemáticas y geografía. Algunos monjes llegan al terreno de la concienciación política e inician a los novicios en términos como democracia o derechos humanos. Cubren un vacío educativo provocado por el absentismo del Estado. Generalmente, los jóvenes budistas son internados en monasterios en algún momento de su vida. Allí aprenden lo apegado que está el budismo a la sociedad, que es su única fuente de ingresos. "Todas las mañanas salimos a pedir alimentos, y hasta los más pobres nos dan algo", cuenta. Tanto Aung Shu Ko como Sakir An Ulai no dudan en depositar parte de su comida en los recipientes de los venerados bonzos. El taxista de la camioneta va más allá, y visita todas las semanas el Buda de Maharbuni. "Le pido que nos dé salud y el dinero suficiente para vivir. Por lo menos, que en la próxima vida me deje vivir en un país libre".

Zaw Zaw (izquierda) busca comida en las calles de Yangon. A la derecha, Sakir An Thew prepara frente a su casa paja para vender, en  Mandalay.
Zaw Zaw (izquierda) busca comida en las calles de Yangon. A la derecha, Sakir An Thew prepara frente a su casa paja para vender, en Mandalay.Z. A.

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