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Reportaje:

La Atenas de Nueva York

Cruzar el puente de Williamsburg, en Manhattan, es llegar a un barrio con un conflictivo pasado industrial y en donde ahora viven más artistas por metro cuadrado del mundo. Es la nueva Atenas, el sitio donde se cuecen las últimas tendencias.

Al pasear por la arteria principal de Williamsburg, Bedford Avenue, ante casas de ladrillo rojo y tejadillos remachados con plomo, jóvenes sentados sorben café en vaso de plástico gigante con pajita. Llevan pantalones pitillo, deportivas estampadas con la bandera norteamericana y gafas de sol Ray-Ban a lo Dylan. Hay una sucesión de puestos de venta de segunda mano montados en la acera. Frank, un treintañero que se dedica a la pintura urbana, comenta: "Todo el mundo en Williamsburg construye cosas y vende cosas en la calle. Yo hasta vendí mis calcetines; usados, claro está". Bedford Avenue es una macedonia de juventud y senectud que incuba proyectos; totalmente ajena a la suciedad de la calle, a las carencias del barrio, al trash de la propia vida.

"Los artistas tenemos una función social: limpiamos los barrios, somos los auténticos 'detergentes urbanos'"
De Williamsburg han salido grandes talentos musicales y en las aceras se contempla el mejor pase de modelos

En los años setenta y ochenta, aquí no se hablaba el lenguaje del graffiti, sino el de las balas. Fue en aquella época cuando Scorsese escogió este lugar para rodar su celebrada Malas calles. Curiosamente, muchos años después, regresó para localizar algunas escenas de Infiltrados. Luis Macías, un pintor español, lo explica con una curiosa teoría antropológica: "Cuando yo llegué, hace ahora 11 años, alquilé un pequeño apartamento justo encima de la parada de metro de Bedford. La mayoría de las casas estaban abandonadas, no había comercio real y de vez en cuando oías algún disparo fruto de ajustes de cuentas, trapicheos de droga. Después, como pasara diez años atrás en el Soho, comenzaron a llegar los artistas. La gente del barrio se puso contenta, ya que eso era signo de que había posibilidades de poner algunas tiendas de comestibles y de ropa. Las bandas organizadas se fueron retirando, el Ayuntamiento se percató y comenzó a poner más servicios, y ahora es un barrio idílico aunque no sin problemas, ya que la siguiente fase es que entren las inmobiliarias a hacer negocio y suban los precios de los pisos. De hecho, ya está ocurriendo. Los artistas tenemos esa función social: limpiamos los barrios, somos los auténticos detergentes urbanos".

Desarrollado a lo largo del East River, mirando siempre a un cercano pero remoto Manhattan, Williamsburg se halla sitiado por múltiples olores fruto de las diferentes comunidades que lo rodean. Pasear por Bedford Avenue es percibir el aroma específico de los italianos, polacos y puertorriqueños, así como el vaho de agua salada y petróleo que llega del río, en cuya orilla se levantan las moles de ladrillo rojo que hace un siglo fueron factorías y almacenes de descarga para barcos. La matriz de ladrillos rojos que conforman sus fachadas de amplios ventanales sólo atravesados por las cajas de aire acondicionado no es sino anticipo de la parcelación para talleres de artistas, venidos de todas partes del mundo, que dentro ha sido llevada a cabo. Ester Partegàs, una artista visual catalana de gran proyección internacional, nos invita a cenar en el tejado de una casa al que se accede saltando a través de las ventanas de su descomunal estudio. Encargamos por e-mail la cena a un tailandés. Mientras esperamos, se pone el sol en esa gigantesca dentadura cariada que es Manhattan. Cuando deja de verse, justo entre el edificio Chrysler y otro rascacielos a su derecha, parece como si Williamsburg acabara de extraerle un trozo de luz a Manhattan con un palillo gigante. Una mexicana, Olga, trae la comida en bici. Según Bob, un fotógrafo polaco que llegó a EE UU y se cambió el nombre, Olga trabajaba antes en un deli del barrio y era la asistente de una artista rumana dedicada al arte lésbico de acción. Después montó en la cocina de su casa su propia empresa de páginas web. Las luces de los pisos se van apagando. A lo lejos se oye la música de casa de muñecas de la furgo de los helados. Va de retirada.

La comunidad lésbica radical con intereses artísticos ha tenido en Williamsburg un lugar donde vivir sin ser objeto de miradas reprobatorias. Los gays masculinos, por lo general con ingresos económicos muy superiores a las lesbianas, son los que han ocupado los pisos de más nivel en barrios de Manhattan como Chelsea. Ellas, con una estética entre b-boy (una evolución del skater y el hip-hop) y punk, han encontrado aquí un nivel de acción importante. Se comenta que una de las activistas locales más radicales, Sonia Ferguson, original de Denver, una mujer que cultiva una barba tan cerrada como la de cualquier gay oso, se plantó un día en el cruce de Bedford con la Sexta vestida, como era habitual, con túnica y deportivas de break dance, y con los brazos abiertos en cruz paró el tráfico antes de desnudarse. Una frase tatuada decía en su pecho: "Si no me quieres, no me mires, idiota".

Una mañana de otoño, hace ahora dos años, Fritz, el dueño de una casa de madera que hace esquina con la Quinta, se despertó con la sorpresa de que el gran letrero de cerveza Budweiser que había colgado en su fachada lateral a cambio de una sustanciosa suma de dólares había sido salpicado por numerosas bombas de pintura. Tuvo que retirarlo, y aún tiraron sobre la fachada desnuda otro par de botes como advertencia. Y es que la oposición a injerencias por parte del poder económico especulativo es constante. Se dice en Manhattan que Williamsburg es el único barrio de Nueva York en el que mires a donde mires siempre ves una pegatina con algún mensaje de protesta. Las pegatinas actúan de termómetro de lo que está pasando tanto a nivel local como estatal o internacional. En ellas se explica textual o iconográficamente qué es lo último en la escena musical, qué hizo Bush para organizar el 11-S "desde dentro" o cómo trampear ciertos impuestos a tu compañía inmobiliaria.

Otra de las señas de identidad del barrio son los antiguos depósitos de agua que sobresalen de las azoteas de fábricas en desuso: tanques cilíndricos metálicos que terminan en forma de cono, y que algunos han adaptado para viviendas. Cuando estaban en funcionamiento, sus paredes interiores impedían los escapes de agua gracias a una impregnación de grasa de vaca, y sus nuevos habitantes no la han limpiado porque dicen que les aísla del agua de la lluvia, un buen ejemplo de reciclaje y supervivencia con marchamo Williamsburg. Lo que no impide que algunos piensen que no se enteran de nada. Armando, un taxista colombiano, asegura: "Los artistas aún son muy pavos. Hace unos meses, un hombre llegado de Los Ángeles contrató mis servicios para todo el día. Se trataba de ir por apartamentos de artistas para comprar obra. Al final del día había adquirido cuatro piezas por el valor de 75.000 dólares, que vendería después por, según afirmó, ocho veces ese valor."

Hasta hace poco tiempo nadie quería hablar de ello. En algún momento de los años sesenta, a la compañía Exxon se le rompió una tubería que pasa bajo el río. Miles de toneladas de fuel estuvieron vertiéndose durante casi un mes sin que nadie dijera ni hiciera nada. Todo aquello terminó por filtrarse en las paredes de la ribera, y ahora mismo hay bajo ciertas zonas del barrio una mancha que va supurando sus gases a la superficie. Cuentan que en los jardines de algunas viviendas la hierba huele a petróleo y el agua sabe mal. Más tarde se documentó que Williamsburg es uno de los lugares del mundo con mayor incidencia de sarcoma infantil. Hay quien apunta a la mancha de fuel, aunque también se barajan otras posibilidades, como la de que en unos almacenes situados en la zona oeste se hubieran estado almacenando durante años residuos radiactivos de bajo nivel procedentes de diferentes actividades médicas e industriales. Tras años de pasividad y silencio, el New York Post y diversos documentales de investigación de la CBS han puesto de manifiesto estas sospechas. Los vecinos se han constituido en plataforma y han denunciado los hechos ante los juzgados de Nueva York; les están dando la razón.

Así que parece que no es oro todo lo que reluce en esta tierra ribereña que ha dado parte de los mayores talentos musicales de finales de siglo pasado y lo que va de éste (Interpol; TV On The Radio; Yeah, Yeah, Yeahs, o The Strokes), así como la mejor música experimental electroclash, manada del mítico Café Luxx. Pero quizá el sitio que se ha ganado el carisma de todas las tribus es el Surf-Bar, un chiringuito de playa sin playa montado entre un gimnasio y un taller mecánico de motos Harley. Pertenece a una italiana surfera, Maya, casada con un jamaicano; entre las mesas, sirviendo, se mueve el hijo de ambos, Collin, un preadolescente de mirada apacible y magnética de quien ha dicho The New York Times que es el mejor surfero de todo el Estado de Nueva York. Impresiona ver el suelo cubierto de una espesa y fina capa de arena de playa. El techo, de cañizo, posee un peculiar cielo raso: el montón de tablas de surf que la gente va dejando y cogiendo. En las paredes, literalmente empapeladas de fotos de campeonatos de surf, destacan las de una Maya muy joven, en California, con la tabla en alto, sonriendo al objetivo. Despiden ese aire melancólico de aquellas Instamatic. Ella siempre despide a los clientes con esa misma sonrisa.

Caminar hasta las inmediaciones del río equivale a pasar por un lugar que se tarda en comprender. Se trata de un parking de piedras, un solar al aire libre, cerrado con una malla metálica, al que la gente lleva piedras que les gustan, pero que son lo suficientemente grandes como para no poder tenerlas en casa. Hay una garita de chapa en la que parece que tiempo atrás hasta hubo un guarda. Le hago una foto con mi cámara doméstica, y uno no puede dejar de pensar en aquella frase de DeLillo, de la novela Ruido de fondo: "El misterio americano se hace cada vez más profundo".

Anochece. Camino del apartamento nos detenemos en McCarren Park, un lugar en el que durante el día afincan los puertorriqueños en las canchas de hierba de la izquierda, y los hipster del barrio, en las de la derecha. Hasta hace pocas horas, esto estaba lleno. Hubo un pase de modelos y sesión fotográfica improvisada por jóvenes que compraron unos trapos en el Ejército de Salvación, hubo grupos de adictos al diletantismo indie con camisetas que anunciaban "odiado y orgulloso", hubo otros grupos que conectaron su iPod a un amplificador Marshall de 100 vatios y pasaron la tarde comparando repertorios como si esa maquinita fuera su nuevo carné de identidad, hubo chicas sacadas de La casa de la pradera con botas sado-maso que leían novelas de Pynchon, hubo un tipo que pasó empujando un carrito de bebé y vestía unos bermudas salpicados de pintura. Sí, todo eso pasó, y a esta hora el nervio del barrio estará agitado por descargas eléctricas en sus terminaciones nerviosas: los bares y aceras.

Vemos venir la furgo de los helados, sin luces ni música. Se para en una esquina. Junto a unos álamos, llega una mujer y golpea con los nudillos la puerta trasera. La minifalda y los tacones dificultan su entrada a la camioneta cuando una mano la invita a pasar. Oímos cómo la mujer le pide el dinero por adelantado. En efecto, "el misterio americano se hace cada vez más profundo".

AINA LORENTE

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