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Columna
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Mejor leer el libro de instrucciones

Soledad Gallego-Díaz

Los errores más pequeños son siempre los mejores. Es posible que el gran espíritu mediático que fascina (y domina) al Gobierno español en vísperas electorales le lleve a ignorar este sano principio y a cometer errores que no serían tan graves si no se fueran acumulando o adquiriendo mayor tamaño por puro aturdimiento. El aprieto en que se metieron el presidente del Gobierno y la ministra de Vivienda con su precipitada, y vistosa, presentación del Plan de Emancipación (palabra solemne, puesto que significa liberarse de cualquier clase de subordinación) hubiera podido evitarse con un poco más de modestia y contención. Bastaría cambiar el espíritu de redención juvenil por un efectivo Plan de Vivienda Joven y bastaría con que se hubieran mencionado los planes presentados por este Gobierno en años anteriores, precisado los pequeños errores y grandes deficiencias que, por lo visto, contenían, motivo por el que se iban a introducir serias mejoras.

Es comprensible que después de trabajar setenta días, y setenta noches, en una tarea autoimpuesta tan difícil como conseguir que "no se frustren los proyectos vitales de nuestros jóvenes", Carme Chacón tuviera dificultades para aportar esos detalles. Pero un Gobierno con un espíritu tan mediático como éste debería presentir que, en estas cuestiones, lo mejor es esperar y no acudir ante la opinión pública hasta estar provisto del manual "Respuestas a las 100 preguntas y dudas más frecuentes", un método infalible, dicen los expertos en comunicación y politología, para dirigirse a los simples periodistas (y a los tan codiciados menores de 30 años, empeñados siempre en mirar los libros de instrucciones).

La enmarañada campaña de la vivienda para jóvenes ha restado protagonismo a otro asunto que también les afecta y que probablemente influirá más en su vida que cualquier otro: la educación. Los datos del estudio elaborado por la OCDE siguen detectando serias diferencias entre los resultados educativos en España y en el resto de los países de la Unión Europea. Por encima de todo, los expertos insisten en la urgente necesidad de disminuir la diferencia de diez puntos que existe entre los jóvenes españoles que consiguen acabar el bachillerato o la Formación Profesional y la media de la OCDE (un abismo de 15 puntos si se compara sólo con la UE).

No se trata de un problema derivado del atraso acumulado en los largos años de la dictadura, porque la diferencia es similar en el grupo de población comprendido entre 24 y 35 años, es decir que se educó ya en democracia. Es verdad que los resultados han mejorado un poco en 2004-2005, pero el avance es claramente insuficiente y, sobre todo, los resultados de la política educativa están muy lejos de lo que el Gobierno español se comprometió a lograr en los llamados Acuerdos de Lisboa de 2000. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué hemos fracasado tan estrepitosamente en ese plan? ¿Quizás porque en este país no hay forma de debatir de educación, sino de religión, de asignaturas concretas o de visiones sectarias? ¿Quizás porque todo se analiza al misérrimo nivel de la pura ocurrencia, como la boba propuesta del popular Francisco Camps de que se estudie Educación para la Ciudadanía en inglés? La historia de la educación en España es una historia de confrontación, dicen los expertos, incapaces, sin embargo, de sacarla de esa pelea ramplona y perjudicial.

Las cosas no tienen por qué ser así. España fue capaz de dar un impulso extraordinario a los niveles educativos de sus jóvenes en los años 80 y 90, con la escolarización universal y el vertiginoso aumento de diplomados. Es ahora, a principios de este siglo, cuando parecemos conformarnos con una situación estable y mediocre, mientras que nuestros vecinos siguen escalando posiciones. Nada de esto parece interesar a nuestros diputados. Nuestros parlamentarios no van al Congreso con la estadística de la OCDE en el bolsillo, sino con camisetas de la selección española, catalana o vasca. La próxima vez deberíamos exigirles que la lleven puesta todo el rato, con su nombre bien claro detrás. Así podríamos saber a quiénes estamos votando.

Menos mal que Picasso no tenía razón cuando decía que cuando se es joven de verdad, se es joven toda la vida. Menudo problema, para nosotros y para el ministerio. solg@elpais.es

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