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EE UU necesita un plan internacional para Irak

La pregunta decisiva en cualquier guerra es: ¿por qué estamos luchando? Y los soldados norteamericanos necesitan una respuesta convincente en el caso de Irak. En ese país son varios los objetivos con los que se ha tratado de justificar nuestra presencia, sin conseguirlo nunca: protegernos de las armas de destrucción masiva, crear una democracia que fuese un modelo para el mundo árabe, castigar a los responsables de los atentados del 11-S, impedir que otros terroristas se subieran al próximo avión hacia Nueva York... El objetivo más reciente, la justificación para el refuerzo de tropas de este año, era dar a los dirigentes iraquíes la seguridad y el margen de maniobra necesarios para que tomaran decisiones políticas estabilizadoras, cosa por la que han mostrado poco interés.

Algún cínico podría sugerir que la verdadera misión del Ejército de Estados Unidos en Irak es permitir que el presidente Bush siga negando que su invasión se ha convertido en un desastre. Alguien menos escéptico identificaría quizá tres objetivos: impedir que Irak se convierta en refugio de Al Qaeda, en Estado clientelar de Irán y en chispa desencadenante de una guerra en toda la región. Son unos objetivos que no se corresponden con los peligros que sirvieron de argumento para la invasión, sino con los que han surgido como consecuencia de ella. A nuestros soldados se les pide que arriesguen sus vidas para resolver unos problemas creados por nuestras autoridades civiles. El presidente nos suplica que huyamos del fracaso, pero todavía no ha explicado cómo va a poder triunfar nuestro Ejército, con la complicada situación política de Irak y la falta de credibilidad de su Gobierno.

Esta falta de correlación entre los objetivos y las posibilidades debería ser el tema fundamental de debate, ahora que el general David Petraeus y el embajador Ryan Crocker han informado sobre la situación de la guerra. En todo caso, parece claro que, aunque el número de tropas estadounidenses seguramente empezará a disminuir, las grandes decisiones sobre si hay que completar la retirada, y en qué circunstancias, tendrá que tomarlas el próximo presidente, o presidenta, cuando asuma el poder. Ello no debe impedir que demócratas y republicanos traten de ponerse de acuerdo sobre la forma de controlar los daños hasta entonces.

Según la Valoración Nacional de Inteligencia hecha pública el mes pasado, las últimas victorias militares, modestas pero logradas con enorme esfuerzo, significarán poca cosa "si no se produce un giro fundamental en los factores que determinan la evolución de las condiciones de política y seguridad en Irak". Con las profundas divisiones sectarias que existen en Irak, es imposible que ese giro fundamental se produzca sólo mediante la actuación de los iraquíes. Por otro lado, dada la falta de influencia de EE UU, es imposible que lo logren las patrullas, los parámetros, los discursos y las visitas sorpresa del presidente. La única opción que queda es la ayuda coordinada de la comunidad internacional.

Los Balcanes están hoy en paz gracias a los esfuerzos conjuntos de Estados Unidos, la Unión Europea y Naciones Unidas, que se esforzaron en ayudar a los líderes moderados de la región. Nuestra política en Irak debería haber incluido desde el principio una estrategia similar, pero nunca se ha hecho ningún intento serio.

¿Sigue siendo viable una iniciativa así? Quizá. La ONU se ha comprometido a intervenir más. Los nuevos dirigentes europeos -encabezados por Nicolas Sarkozy, Angela Merkel y Gordon Brown- son conscientes de lo que se juega su región en Irak, y parecen dispuestos a ayudar. Los Gobiernos saudí, jordano y sirio ven la inestabilidad iraquí como una gravísima amenaza para su seguridad. Los representantes turcos y kurdos firmaron un acuerdo con el fin de colaborar en su conflictiva frontera. La incógnita es Irán, pero este país no querría aislarse de un amplio programa internacional cuya meta fuera la reconciliación.

El presidente Bush podría poner algo de su parte y reconocer lo que ya sabe todo el mundo: que muchas de las críticas que se hicieron contra la invasión antes de la guerra eran acertadas. Ese reconocimiento supondría justo el tipo de empujón necesario para poder desarrollar un proyecto diplomático serio. Daría a los dirigentes europeos y árabes más facilidades para contribuir, puesto que los ciudadanos de sus países se resisten a sacar del apuro a un presidente que todavía sigue insistiendo en que él tenía razón y los demás, no. Nuestras tropas afrontan la muerte cada día; lo menos que puede hacer el presidente es afrontar la verdad.

Un esfuerzo internacional coordinado podría patrullar las fronteras, contribuir a la reconstrucción de Irak, colaborar en la formación de su Ejército y su policía y fortalecer sus instituciones legislativas y judiciales. Serviría además para enviar a los dirigentes iraquíes el mensaje común de que alcanzar un acuerdo de reparto de poder que reconozca el Gobierno de la mayoría y proteja los derechos de las minorías es la única solución. Para que exista alguna posibilidad de evitar que el desastre de Irak empeore aún más, será preciso que haya una transformación psicológica y la gente empiece a prepararse para luchar pacíficamente por el poder, en vez de conspirar para sobrevivir en medio de la anarquía. La comunidad internacional no puede garantizar ese cambio, pero sí podemos y debemos trabajar más para facilitarlo.

Madeleine K. Albright fue secretaria de Estado entre 1997 y 2001. En la actualidad dirige el Albright Group LLC. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia. © LA Times-Washington Post, 2007.

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