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Más nacionalismo

A más nacionalismo menos ideas y soluciones sobre los problemas reales de la sociedad. En efecto, muy falta de ideas estará la dirección de Convergència Democràtica (CDC) para lanzar la nada original propuesta de refundación del catalanismo. La bandera nacionalista sirve para ocultar la incapacidad para ejercer de oposición con alternativas y propuestas de gobierno. Así también le va al Partido Popular, arrimado al nacionalismo más ultramontano en su busca obsesiva de la Moncloa perdida. A estas alturas democráticas, a nadie se le escapa que el casi único objetivo de cualquier partido político es conseguir el poder, pero hay que saber mantener las apariencias y disimular mejor las propias debilidades.

El exceso de nacionalismo es peligroso, como la historia del siglo XX ya ha mostrado trágicamente. Pero parece que el ser humano no aprende de su pasado. Vivimos unos inicios del siglo XXI que se parecen a los primeros años del siglo XX: capitalismo desregulado, agresivo y depredador que acentúa las desigualdades y multiplica la inestabilidad y los conflictos sociales en un desorden internacional que no tiene otro gobierno que la ley de la fuerza. Este es un caldo de cultivo excelente para el nacionalismo en su peor versión. La desigualdad, la inseguridad y el miedo alimentan un nacionalismo negativo, cerrado y excluyente. Dos sociedades tan asentadamente federales y democráticas como las de Suiza y de Estados Unidos, están invadidas por este tipo de nacionalismo, que rápidamente deviene xenófobo y racista. El fenómeno Sarkozy es, asimismo, propio del manual nacionalista bajo el lema: ¡llama a la emoción patriótica y domina la nación! Al mismo Zapatero le entró el pánico de perder el poder al ver como el Partido Popular hinchaba el globo de España, España, España. Por suerte, parece que el globo le ha explotado al PP de tanto hincharlo.

El nacionalismo banal, como lo llama Michael Billig, este nacionalismo tan arraigado y abonado por los Estados, que se manifiesta en la vida cotidiana de mil maneras y que vibra con la victoria de los nuestros frente a los otros, es un nacionalismo siempre utilizable políticamente. ¿Quién renuncia a esta arma tan importante para ganar elecciones? Es tan poderosa la atracción del nacionalismo, que todas las demás ideologías sucumben ante su fuerza. No hay manera de hacerle frente si no es mediante otro nacionalismo. El caso reciente más patético de ultranacionalismo es la nueva formación política que encabezan Fernando Savater y Rosa Díez. Digo patético porque se presentan como antinacionalistas, cuando son exactamente antinacionalistas vascos (y catalanes) al servicio y beneficio del nacionalismo español.

En este contexto, CDC propone refundar el catalanismo y aparece una plataforma soberanista con el nombre de Cercle d'Estudis Sobiranistes. Se puede refundar CDC, pero no Convergència i Unió (CiU) sin la implicación de Unió Democràtica (UDC), y menos todavía el catalanismo, que sobrepasa de largo los dominios convergentes. Lo mejor del catalanismo es su pluralidad interna y que nadie tiene la exclusiva, aunque Jordi Pujol lo intentó con el apoyo de Heribert Barrera en la década de 1980. Pero el pujolismo gobernante fue el catalanismo de la ambigüedad. ¿Una refundación catalanista encabezada por la dirección de CDC supone la negación del pasado pujolista por poco soberanista? O el mismo Pujol ya se está ambientando con el tancament de caixes y soñando con Carod Rovira en un referéndum autodeterminista, ahora que parece que son más los catalanes que votarían a favor de la independencia. Por el momento, y dada la división en el seno del nacionalismo catalán, se constituye la mencionada plataforma soberanista con la bendición de Artur Mas y de Carod Rovira. Los impulsores de la plataforma tienen especial cuidado en aclarar que no pretenden interferir en la política, sino mantenerse como centro de estudios. Hacen bien si quieren contar con el apoyo simultáneo de CDC y Esquerra Republicana (ERC).

Refundaciones y círculos soberanistas al margen, el tiempo histórico que vivimos exige actualmente el respeto y cumplimiento del Estatuto de autonomía aprobado por los ciudadanos de Cataluña el 18 de junio de 2006. Este es el momento histórico que vivimos y no otro. A nadie con cierta estima para su prestigio político se le ocurrió plantear la refundación del catalanismo a los dos días de aprobados los Estatutos de 1932 o de 1979. Y no será porque las Cortes españolas no pasaran el cepillo por triplicado en el primer caso (en el segundo era casi innecesario, porque ya lo pasaron los propios estatuyentes catalanes). Quien quiera conocer en clave de humor, que es la más incisiva y clarividente, la campaña anticatalana y el proceso transformador del Estatuto de Núria en el Estatuto de 1932, le recomiendo las páginas del semanario satírico El Be Negre.

Las izquierdas catalanas deben restar al margen de los cantos de sirena neonacionalista. El autogobierno no es un fin en sí mismo. No se trata, por lo tanto, de competir en nacionalismo, sino de distinguir modelos de sociedad y de demostrar que las ideas y propuestas de la izquierda son mejores y merecen el apoyo de los ciudadanos. La contraposición izquierda-derecha expresa y promueve la deliberación y disputa democrática sobre qué políticas públicas resuelven en mayor grado los más diversos problemas internos de la sociedad catalana. Por el contrario, cuando el nacionalismo se apropia del debate político, se desplazan las causas de los problemas hacia afuera y se acusa a los otros de nuestros males. La política se simplifica en el victimismo. Las izquierdas no son inmunes a ello, pueden también deslizarse por la vía del nacionalismo victimista, especialmente cuando se encuentran ideológicamente a la defensiva, sin suficiente convicción para desmarcarse y oponerse al discurso liberalconservador y nacionalista dominante.

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Miquel Caminal es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.

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