Y, finalmente, la burbuja explotó
Me refiero a la burbuja inmobiliaria-hipotecaria, no a la burbuja patriótica-pesimista, que también existe. Pero aunque el día casi obliga a mirarnos el ombligo, imagino que muchos de ustedes, como yo, lo tendrán suficiente visto. Por tanto, como diría el presidente José Montilla, hablemos de los problemas que realmente tenemos delante. En este caso, el miedo que se nos ha metido en el cuerpo a una posible crisis económica.
Los optimistas nos decían que no había burbuja inmobiliaria; y que en el caso de que la hubiere, no explotaría; y que de explotar, no tendría consecuencias económicas sobre el empleo, las rentas y el valor de los inmuebles, porque los fundamentos del crecimiento económico eran muy sólidos.
Finalmente, la burbuja explotó. El epicentro fue en Estados Unidos, pero sus efectos han llegado hasta nosotros. Y, contrariamente a lo que nos decían, ha tenido consecuencias sobre el sistema financiero, y ahora amenaza con tenerlas sobre la economía, con una recesión económica más o menos grave.
¿Por qué no se supo ver la realidad? Sucedía que los optimistas eran los que habían provocado la burbuja y se habían hecho ricos con ella. Y, como no hay peor ciego que el que no quiere ver, aquellos que tenían la obligación profesional y pública de vigilar el buen funcionamiento de los mercados y la salud de las instituciones financieras estaban tan implicados en la especulación con las nuevas innovaciones financieras relacionadas con la deuda hipotecaria que no supieron ver el peligro.
Sin embargo, se veía venir. No hacía falta ser un lince / experto para predecirlo. Las burbujas o manías especulativas siguen unas pautas regulares bien estudiadas. A los interesados les recomiendo el instructivo y divertido libro de Charles Kindleberger sobre Manías, pánicos y cracs (Ariel, Barcelona, 1991). Apoyándose en ejemplos históricos de todo tipo -los tulipanes, los canales, los ferrocarriles, el estallido o el fin de una guerra, una cosecha abundante o escasa, el descubrimiento de nuevos territorios, la aparición de inventos tecnológicos como Internet, o las innovaciones financieras que reducen precipitadamente los tipos de interés, como ha ocurrido ahora-, documenta las conocidas siete etapas de toda manía o burbuja financiera identificadas por Hyman Minsky.
En este caso la manía se apoyó en un exceso de ahorro a escala mundial y en unos tipos de interés anormalmente bajos. El objeto de especulación fue la propiedad inmobiliaria. El instrumento fue la innovación financiera relacionada con la deuda hipotecaria.
El juego comenzó de la siguiente forma. El dinero barato y abundante llevó a algunos bancos, especialmente en países como EE UU y España, a incentivar a que la gente se endeudase demasiado, aun a riesgo de que sus hipotecas fuesen de mala calidad. Los bancos trocearon esas hipotecas en títulos de deuda que vendieron a grandes inversores y fondos de inversión de alto riesgo. Estos fondos, por su parte, pidieron créditos a los bancos para poder comprar más deuda hipotecaria de la que les permitían sus propios recursos. Estos fondos cotizaban en las Bolsas, y sus acciones sufrieron una fuerte revalorización. La cosa parecía funcionar, y todos estaban contentos con los nuevos prodigios del capitalismo financiero.
Una vez iniciada la burbuja especulativa, tiene una gran capacidad de contagio social, porque, como señaló Minsky, "no hay nada tan molesto para el bienestar y el buen juicio de una persona como ver a un amigo hacerse rico". Como en Europa y Asia había un exceso de ahorro que no encontraba inversiones rentables en sus países, las instituciones financieras europeas no quisieron quedar al margen y se apuntaron a la fiesta.
Los analistas y las agencias de rating, cuya función es analizar la calidad de la deuda y advertir de potenciales peligros, no vieron nada arriesgado. Y aunque las autoridades monetarias contemplaban con temor la orgía, no podían intervenir. Por un lado, porque los fondos escapaban a su control. Y por otro, porque los bancos más comprometidos con la especulación y con mayor riesgo crearon fondos de inversión, financiados por ellos mismos, pero que estaban fuera de balance del banco.
Finalmente, la burbuja explotó.
¿Y ahora qué? El riesgo para la economía es que se produzca una sequía de crédito a las familias y a las empresas, reduciendo la actividad económica y la creación de empleo. Y los bancos son ahora reacios a conceder crédito porque no son capaces de evaluar aún cuál es el riesgo real después de la explosión de la burbuja.
En esa situación, en el momento en que el mercado de crédito falla, es cuando deben entrar en acción las autoridades monetarias, suministrando el crédito necesario para evitar que el estallido de la burbuja se transforme en una crisis de crédito y una posterior crisis económica. Pero, a la vez, deben hacer oídos sordos a los cantos de las sirenas embarradas que hacen ahora oír sus voces pidiendo que alguien salga a su rescate utilizando para ello recursos públicos. Es decir, el dinero de los contribuyentes, que serían al final los que vendrían a pagar los excesos de la fiesta.
Acudir al rescate de los que se han enriquecido con la especulación sería una mala enseñanza. Estaríamos fomentando lo que los economistas llaman conductas de riesgo moral: si sé que los riesgos de mis imprudencias al final serán cubiertos por otros -por el papá Estado; es decir, por los contribuyentes- no tendré temor a las consecuencias de mi imprudencia.
Un médico o cualquier otro profesional saben que si actúan de forma imprudente pueden tener que pagar económica y penalmente por esa conducta. No puede ser que este principio rija para todos los profesionales menos para los banqueros y financieros.
Las crisis son saludables si saben aprovecharse. Quizá por este motivo organismos como el Fondo Monetario Internacional y banqueros sensatos hablan de las virtudes de esta crisis, en el sentido de recuperar el santo temor al riesgo y a la quiebra.
De lo contrario, si las autoridades ceden al pánico que ahora pregonan los antes optimistas y salen a su rescate, lo que estarían es alimentando la siguiente burbuja, que posiblemente se está incubando en las materias primas y algunos productos agrarios.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
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