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Columna
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El Estado entre lo nacional y lo global

Frente a la multiplicación y a la persistencia de las perturbaciones de todo tipo, desde climáticas a económicas, que mantienen la realidad contemporánea aherrojada entre la confusión y el tumulto bajo la permanente amenaza del caos, las reacciones de los poderes que nos presiden y sus vivas al optimismo de la marquesa, no pueden ser más mostrencas, inanes. En el Sur el callejón sin salida del fundamentalismo, en el Norte, la retórica curalotodo del usado credo democrático, no van a llevarnos lejos. Porque cuando nuestros líderes hacen propuestas concretas es todavía más desconsolador.

Últimamente el socialismo español y el neoliberalismo francés nos han remitido a la modernización, que ya nos predicaban hace 50 años, para salir de nuestras impotencias y de la mano del ministro de Exteriores de Mitterrand hoy reciclado en las cuadras de Sarkozy nos han señalado a la mundialización, que hay que domesticar y positivar, como nuestro principal objetivo. El lector me permitirá que repita lo que llevo tantas veces escrito: sustancializar la mundialización, concederle el estatus de sujeto principal, de actor mayor del acontecer actual, no es sólo falsear su condición, sino condenarnos a la ignorancia y a la impotencia. Pues lo que el proceso designa es simplemente el resultado de la conjunción de dos dimensiones que hemos instalado nosotros: el desarrollo tecnológico, especialmente en el ámbito de la información-comunicación; y la decisión político-económica de suprimir todo tipo de limitaciones y controles en la circulación internacional de bienes, personas, ideas, capitales. Es decir, que los que mandan en la economía y en la política pueden en cualquier momento cambiar las tornas.

Pero, ¿quién manda? En el ámbito económico obviamente las multinacionales y sus estructuras de concertación, formalizadas e informales. En el político el poder sigue, a pesar de la fragmentación étnica y comunitaria, en manos de los Estados, que, además, durante esta fase de invocaciones y fervores mundializadores, ha aumentado su número pasando ya de 200 en el censo de Naciones Unidas. Lo que no ha impedido la transformación de la esfera internacional, la que crean las relaciones entre Estados-nación, en espacio global mundial y ha hecho de la política global -global politics- y del protagonismo en ella de los actores no estatales una dimensión esencial.

James Rosenau, en su Turbulence in World Politics, insiste en la coexistencia actual entre el sistema monocentrado organizado en torno de los Estados y el multicentrado que polariza muchas otras instancias, más complejo pero no necesariamente más frágil. Coexistencia que genera importantes tensiones entre fenómenos de integración y de fragmentación, que desgraciadamente no se resuelven con la utilización de la propuesta semántica de fragmagración que propone el autor. A lo que hay que añadir que la reivindicación de afirmaciones nacionalistas basadas en realidades territoriales ha sufrido un duro embate con la impugnación del territorio como base del asentamiento nacional-comunitario.

Cuando en 1995 Bertrand Badie lanza su primer aviso con La fin des territoires y señala conjuntamente con Marie Claude Smouts en L'international sans territoire, la urgencia de buscar salidas del nuevo laberinto, no advertimos que el desafío iba en serio y que ni las prédicas neorrealistas de la reconquista de la superioridad del Estado ni la esperanza neoliberal en la capacidad salvadora del mercado mundial iban a sacarnos del pozo. La abundancia de actores básicos subnacionales, sean clanes, etnias, tribus, minorías, comunidades etcétera con vocación de pueblo y de actores transnacionales, sean formaciones ideológicas, gobiernos, burocracias, medios de comunicación, grupos de presión, etcétera, forman un conjunto lábil y heteróclito cuyo manejo más allá de la racionalidad de los intereses estatales exige una gramática del poder basada en la cooperación y en la interdependencia más que en la fuerza. Lo que aumenta la responsabilidad de los poderes y de su interacción, comenzando por el Estado que como ha teorizado Deng, Sovereignty as responsibility, ha de asumir los efectos de sus acciones, no sólo en su espacio nacional, sino también mundial, responsabilidad que marca el verdadero sentido de esta fase posnacional.

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