La estrella negra
La lectura de El tambor de hojalata, de Günter Grass, tuvo una influencia determinante en la decisión del escritor norteamericano John Irving de dedicarse a la literatura. El autor de La vida según Garp y La cuarta mano analiza la polémica surgida tras la publicación de las memorias del Nobel alemán, en las que reveló su pertenencia a las SS durante su adolescencia. Irving, amigo y admirador de Grass, encuentra en sus obras anteriores las pistas que se esconden en Pelando la cebolla.
Hablamos sobre todo en inglés, salvo alguna frase ocasional y excitada que digo en alemán
Suponíamos, con soberbia injustificada, que Grass era patrimonio exclusivo de los universitarios
Si mi héroe (Grass) -mi modelo formal, que había escrito discursos para Willy Brandt en 1969- encontraba que me faltaba fuego, necesitaba avivar la llama
Lo más sobrecogedor de esta autobiografía es la sinceridad de Grass a propósito de su falta de sinceridad
Son los cobardes que critican a Grass -incluidos necios como Hitchens- los que deberían avergonzarse
Cuando estudiaba en la universidad, decidí hacer el penúltimo año en el extranjero, en un país de lengua alemana, porque en 1961 y 1962 había leído El tambor de hojalata dos veces. A los 14 y 15 años había leído dos veces Grandes esper
anzas -Dickens hizo que quisiera ser escritor-, pero fue la lectura de El tambor de hojalata, a los 19 y los 20, la que me mostró cómo hacerlo. Fue Günter Grass el que me enseñó que era posible ser un escritor vivo y escribir con toda la emoción y el lenguaje desbordado de Dickens. Grass escribía con furia, amor, desprecio, sentido de la comedia y de la tragedia... y todo con una conciencia implacable.
En el otoño de 1963, fui a Viena y me matriculé en el Instituto de Estudios Europeos para aprender alemán y literatura alemana; quería leer Die Blechtrommel tal como la había escrito Grass, en alemán. Tenía 21 años. (Nunca aprendí alemán lo bastante bien como para leer a Grass; todavía hoy, cuando él me escribe en su lengua, yo le contesto en inglés. Pero mi estancia como estudiante en Viena fue la época en la que empecé a verme a mí mismo escribiendo novelas). Había señalado ciertos fragmentos de Die Blechtrommel y había memorizado su traducción al inglés. Resultó ser una manera de conocer chicas.
"Polonia está perdida, pero no para siempre, todo está perdido, pero no para siempre, Polonia no está perdida para siempre".
El héroe de la novela, Oskar Matzerath, se niega a crecer; gracias a que permanece en la infancia, menudo y aparentemente inocente, evita sufrir los sucesos políticos del periodo nazi, mientras que otros mueren a su alrededor. Como advierte a Oskar el enano Bebra: "Ten cuidado siempre de sentarte sobre la tribuna, y no estar nunca de pie delante de ella".
Oskar sobrevive a la guerra por ser pequeño, pero no elude la culpabilidad. Lleva a la tumba a su madre; es responsable de la muerte de su tío (su padre biológico) y hace que su presunto padre se asfixie con su insignia del partido nazi mientras unos soldados rusos ametrallan al cornudo. Después de la guerra, Oskar vuelve a crecer, en un vagón de mercancías. Tiene un talento prodigioso para tocar el tambor y actúa en un club llamado El Sótano de la cebolla, en el que los clientes pelan cebollas para provocarse el llanto. Pero Oskar Matzerath no necesita cebollas para llorar; se limita a tocar el tambor y acordarse de las víctimas que ha visto. "Bastaba con unos cuantos toques muy especiales para hacer que Oskar se deshiciera en lágrimas".
El tambor de hojalata fue la no
vela más aclamada de la Alemania de posguerra; se declaró que la negativa de Oskar simbolizaba el sentimiento de culpa del país. En el penúltimo párrafo de la novela se menciona de pasada "el jugo de la cebolla que causa lágrimas" como una más de una larga lista de imágenes memorables: "El muro que hubo que volver a pintar de blanco" y "los polacos en la exaltación de la muerte" son dos de las que más me gustan.
El propio Grass, en esta primera novela -publicada en Alemania en 1959- parecía tener mucho que expiar. El tambor de hojalata nos habla todo el tiempo de expiación, mientras pasa -a veces en la misma frase- de la narración en primera persona a la narración en tercera persona sin cesar, una y otra vez. Pero Grass nació en Danzig (hoy Gdansk) en 1927. Tenía 10 años cuando entró en las Jungvolk, una organización que alimentaba a las Juventudes Hitlerianas, y era un soldado de 17 años en 1944, cuando los estadounidenses le capturaron. (Todavía hoy, el inglés con acento claramente americano de Günter es mejor que mi alemán, y, cuando nos juntamos, hablamos sobre todo en inglés, salvo alguna frase ocasional que digo en alemán).
Grass no era más que un niño cuando Alemania invadió Polonia. ¿De qué tenía que sentirse culpable?, me preguntaba. ¿Acaso el sentimiento de culpa de El tambor de hojalata era la llamada responsabilidad colectiva alemana? Cuando era estudiante en Viena leía sobre esa schuld (culpa) en los periódicos. Las cosas que sabía de lo que habían vivido los polacos -la muerte de Jan Bronski en el asalto a la Oficina de Correos polaca- las sabía por El tambor de hojalata. Posteriormente, los habitantes de Gdansk nombraron a Grass ciudadano honorario, ¿y por qué no? La historia de Oskar Matzerath -incluso su negativa a crecer, en mi opinión- era heroica.
Y un frío día de invierno en Viena, cuando nadie totalmente en su sano juicio habría tenido ganas de desvestirse, me acerqué a una academia de bellas artes en la Ringstrasse y ofrecí mis servicios como modelo para las clases de dibujo del natural. "Tengo experiencia, en Estados Unidos", dije; pero en realidad quería ser modelo porque Oskar Matzerath es un modelo. Y resultó ser otra forma de conocer chicas.
En algún momento de aquel curso académico, 1963-1964, antes de irme de Viena, un amigo me envió desde Estados Unidos la traducción al inglés de la segunda novela de Grass, El gato y el ratón. Esta vez se trataba de una narración en primera persona, sin variaciones, pero el narrador permanece en el anonimato durante más de diez páginas; al personaje principal, Mahlke, se le identifica en la primera frase, pero a lo largo del libro se habla de él tanto en tercera como en segunda persona. El escurridizo narrador expresa su sentimiento de culpa sobre lo que le ocurre a Mahlke al principio, cuando un gato se ve atraído por su nuez ("el gato saltó al cuello de Mahlke; o uno de nosotros agarramos el gato y se lo colocamos a Mahlke en el cuello; o yo... agarré el gato y le mostré el ratón de Mahlke"). Más tarde, cuando detienen a un profesor ("seguramente por motivos políticos"), el narrador, todavía anónimo, escribe: "Algunos alumnos fueron interrogados. Confío en que no di testimonio en su contra". Y hay más cebollas que acompañan la culpa colectiva: "Tal vez si frotara mi máquina de escribir con jugo de cebolla, podría transmitir un ápice del olor a cebolla que contaminaba en aquellos años toda Alemania... que evitaba que el olor de los cadáveres se apoderase de todo".
¿Qué pasa con tanta cebolla?, me preguntaba.
¿Y a qué se refería Grass cuando hablaba del silencio? "Desde aquel viernes, sé lo que es el silencio. El silencio llega cuando las gaviotas se alejan. Nada puede crear más silencio que una máquina dragadora cuando el viento transmite sus ruidos metálicos".
El gato y el ratón parece una
confesión, pero el delito (si es que lo hay) es un delito de omisión; no vemos todo lo que le ocurre a Mahlke. Sólo sabemos que es otra víctima de la guerra; sabemos que es uno de los desaparecidos. "Pero no apareciste", concluye la novela. "No te dejaste ver".
Me fui de Viena, con mi joven esposa que estaba embarazada, a finales del verano de 1964. La dueña de mi piso irrumpió en el dormitorio con la persona que iba a comprarme la motocicleta, que había decidido vender para pagar el alquiler. Allí estaba la edición alemana de bolsillo de El tambor, con páginas marcadas pero sin leer, sobre la mesilla. La dueña se sorprendió de que me estuviera costando tanto tiempo leer la novela; como no quería reconocer mis problemas con el alemán, le pregunté qué opinaba de Günter Grass. Tanto el comprador de la moto como yo éramos estudiantes; suponíamos, con soberbia injustificada, que Grass era patrimonio exclusivo de los universitarios. Y tampoco me parecía que mi casera fuera gran lectora; sin embargo, años después, otra persona de su generación me iba a sorprender al repetir las mismas palabras con las que ella me contestó en aquel momento: "Er ist ein bisschen unhöflich" ("es un poco maleducado").
Fue mi primera pista de que Grass, para el público austriaco y alemán -sobre todo para los que tenían edad suficiente para recordar la guerra-, era algo más que un escritor de fama y respeto internacionales. Para muchos austriacos y alemanes, Grass es un juez implacable y una autoridad moral sin límites. Sus novelas eran actos de expiación, pero es que además era un duro crítico de la Alemania de posguerra, que llamaba a capítulo a todo el mundo, no sólo a los políticos (y no sólo a los alemanes, como descubriría yo más tarde).
En 1979, Grass escribió: "No faltan las grandes figuras a lo Führer: un predicador fanático en Washington y un enfermo ignorante en Moscú". En 1982, tras un viaje a Nicaragua, Grass dijo que se avergonzaba de que Estados Unidos fuera un aliado de su país. ("¿Qué grado de pobreza debe alcanzar un país para que el Gobierno de Estados Unidos no lo considere una amenaza?"). En uno de los ensayos recogidos en Artículos y opiniones, dice: "Muchos cristianos, individualmente y en grupo, mostraron el mayor valor al resistir contra el nazismo, pero la cobardía de las Iglesias católica y protestante en Alemania las convirtieron en cómplices tácitas". Y en Partos mentales, sobre el que escribí en Saturday Review en 1982, Grass seguía reprendiéndose a sí mismo: "Fue un error pensar que El gato y el ratón iba a aliviar mis penas de infancia". Culpa y más culpa; y más expiación. ¡Cómo se castiga este tío!, pensé.
Tampoco yo escapé a la desa
- probación de Grass. Cuando vivía en Nueva York, a principios de los ochenta, organicé una cena con escritores de Alemania Occidental y Alemania Oriental; entre ellos, Günter. (Tenían pocas oportunidades de hablar entre sí en su país, entonces dividido). Corrió el vino y la velada acabó tarde. Cuando Grass se marchaba, me pareció preocupado; me llevó a un lado y me dijo que estaba preocupado por mí. Me dijo que yo ya no estaba tan indignado como antes, y me dio las buenas noches. En aquella época, sólo se habían traducido al alemán Garp und Wie Er die Welt Sah y Das Hotel New Hampshire [Hotel New Hampshire]; aquélla era su forma de decir que la segunda de estas dos novelas le había decepcionado. Los alemanes del Este se quedaron mucho rato, pero yo pasé el resto de la noche decidiendo que tenía que enfadarme más y permanecer furioso. Si mi héroe -mi modelo formal, que había escrito discursos para Willy Brandt en 1969- encontraba que me faltaba fuego, necesitaba avivar la llama.
Hay una fotografía en la que aparecemos los dos juntos en Nueva York, de esa época. Estamos en una galería de arte en la que se exhibían dibujos de Grass. Antes de ser novelista, fue escultor y artista gráfico. Tengo cuatro dibujos suyos en mi casa de Vermont, y en su estudio de Behlendorf (cerca de Hamburgo) hay más dibujos que huellas de su trabajo de escritor; sólo una máquina de escribir y un atril. En la fotografía de Nueva York, yo estoy riéndome de algo, pero Grass -también divertido pero sin reírse, y observándome por encima de su pipa- tiene un gesto ligeramente desaprobador, ya entonces. (Da la impresión de que debía de estar riéndome demasiado o demasiado alto). Es difícil dejar satisfechos a los mentores.
En otra foto, sacada en diciembre de 1992 en el Centro de Poesía del YMCA de la calle 92, donde presenté a Grass e hicimos una lectura de La llamada del sapo -él leía en alemán, y yo le seguía con la traducción al inglés-, estamos vestidos de forma parecida y parecemos del mismo tamaño. Y hay otra foto más, tomada en Behlendorf; la sacó Ute, la mujer de Grass. Están con nosotros mi mujer, Janet, y mi hijo pequeño, Everett, y a Günter le acompañan su omnipresente pipa y su perro; al fondo hay una vaca. Era octubre de 1995, poco después de la famosa fotografía de portada en Der Spiegel de aquel crítico senil y tiránico pero aplaudido, Marcel Reich-Ranicki, que destrozó la novela de Grass Ein Weites Feld. (A algunos periodistas alemanes no les gustó que la novela Es cuento largo se comercializara como una novela política sobre la "reunificación" alemana, como se llamaba entonces).
En la Feria del Libro de Francfort de 1990, durante la que aparecí en televisión con Grass y el poeta ruso Yevgueni Yevtushenko, Grass había criticado la reciente unificación (oficial) de las dos Alemanias porque decía que, si se hacía demasiado deprisa, desembocaría en la explotación económica del Este a manos de los capitalistas de la parte occidental. El comentario de Grass resultó especialmente impopular entre muchos jóvenes que estaban deseando el cambio. Cinco años después, Der Spiegel (el equivalente a Time o Newsweek en Alemania) mostraba en su portada el libro de Grass partido en dos. Fue como si la revista hubiera llevado a cabo una quema de libros.
Es importante comprender que el hombre se ha creado enemigos. Veinticinco libros y el Premio Nobel (en 1999) preceden a su autobiografía, Pelando la cebolla, que se publicó en alemán (Beim Houten der Zwiebel) el verano pasado en medio de la controversia. Aunque los detractores de Grass consideraron aceptable que se hubiera enrolado como voluntario en el cuerpo de submarinos a los 15 años, la revelación de que le habían reclutado para las Waffen SS, la fuerza de combate de las SS, en 1944 -es decir, cuando tenía 17-, causó conmoción. Grass pasó los últimos meses de la guerra integrado en el cuerpo al que posteriormente se condenó de manera colectiva por crímenes de guerra en los juicios de Núremberg.
¿Por qué había esperado tanto
tiempo para decirlo?, preguntaron los críticos (¡como si hubiera podido existir algún momento en el que no se le habría criticado!). Un historiador escribió en el Frankfurter Allgemeine Zeitung un artículo en el que se preguntaba por qué había hecho la revelación "de forma tan atormentada" (¡como si no hubiera suficientes pruebas de lo que "atormentaba" a Grass en todos sus libros anteriores!). Otro artículo en el Frankfurter Allgemeine especulaba que la última misión frustrada de la división de Grass, la Frundsbergtank, fue sacar a Hitler de Berlín ("en otras palabras, Grass podría haber liberado a Hitler"). Un columnista en Die Tageszeitung acusó a Grass de "calculador": ¿no debería haber escrito a la Academia Sueca para ofrecer su renuncia por adelantado? ("Nunca se habría considerado a un ex miembro de las Waffen SS para este premio"). En el Neue Zurcher Zeitung, un artículo decía a propósito de Grass: "Finge ser un moralista convencido..." y otras cosas de ese jaez. Tanto el Suddeutsche Zeitung como el Frankfurter Rundschau se quejaron de que hubiera tardado tanto en confesar. Pero los buenos escritores escriben sobre las cosas importantes antes de hablar sobre ellas.
Yo escribí un artículo para el Frankfurter Rundschau, en defensa de Grass. También escribí a Günter. Me lamenté del "previsible e hipócrita desmantelamiento" de su vida y su obra en los medios de comunicación alemanes, "desde la cobarde ventaja de hablar en retrospectiva". Le decía: "Tú sigues siendo para mí un héroe, como escritor y como ejemplo moral; tu valor, como escritor y como ciudadano de tu país, es ejemplar, y es un valor realzado, no disminuido, por tu revelación más reciente".
Volker Schlondorff, que dirigió la versión cinematográfica de El tambor de hojalata, expresó compasión por su amigo en Der Tagesspiegel; también Salman Rushdie salió en defensa de Grass. Tilman Krause, en Die Welt, escribió: "Admiraremos la honradez a fondo que le hace pelar implacablemente las capas de la cebolla o criticaremos el dato como un fallo del que habríamos preferido no saber nada, en función de los sentimientos que nos inspire el autor, de que le deseemos el bien o no". Y en el Suddeutsche Zeitung, el escritor Ivan Nagel, que es judío (y estaba escondido en Hungría mientras su contemporáneo Grass servía en las Waffen SS), manifestaba su comprensión por la tardanza del autor en confesar: "Yo, que no tenía ninguna razón para sentir vergüenza -al fin y al cabo, fui uno de los perseguidos-, sin embargo, durante 55 años fui incapaz de hablar de ello. Entiendo a Günter Grass, que hasta ahora no ha podido hablar de lo que le avergonzaba y le humillaba. La vida no es una obra de referencia que podamos hojear como nos parece; no es un manuscrito acabado que podemos publicar cuando queramos".
Otra reacción favorable fue la del autor suizo Adolf Muschg, en el Frankfurter Allgemeine Zeitung. "La vergüenza del superviviente no es una cosa exclusiva de los alemanes; y, dado que va acompañada de ciertos tabúes, incluso algunos respetables, creo que puedo comprender por qué tiene que pasar medio siglo para que uno pueda hablar con alivio del hecho de haber sobrevivido a la guerra del Führer". Y añadía: "El libro es mucho más y mucho menos que una confesión. Tiene mucho que decir".
En mi opinión, la crítica más desafortunada contra Grass fue la declaración de Lech Walesa de que se alegraba de no haberle conocido nunca personalmente, con lo que había evitado tener que darle la mano, cosa que el ex presidente polaco había asegurado que no pensaba hacer. En agosto de 2006, Walesa pidió además a Grass que renunciara a su condición de hijo honorario de Gdansk, concedida por el homenaje que el autor había rendido a los sufrimientos de Danzig en El tambor de hojalata. Después, Walesa se desdijo de sus declaraciones y las calificó de "demasiado apresuradas". Cuando fui a Varsovia, a principios de septiembre del año pasado, mi editor polaco me dijo que todos estaban "divididos" sobre la revelación de Grass. Y lo que pude ver fue que los numerosos lectores de Grass ya habían hecho las paces con él, mientras que los que no habían leído nada suyo, o sólo habían leído El tambor de hojalata, eran los que exigían que devolviera su Premio Nobel.
Posteriormente fui a París, ese mismo mes de septiembre. Un periodista francés me contó que en los medios de su país había habido más exigencias de que devolviera el Nobel Grass que en el caso de Yasir Arafat (Pelando la cebolla no se publicará en Francia hasta octubre de este año). Mientras que en Alemania, ahora que la gente ha leído la autobiografía, las críticas han cesado, en su mayoría; la cuestión es ya lo que los alemanes llaman "kalter Kaffee", "café frío".
Sé de algunos alemanes que se niegan a leer Pelando la cebolla, pero no son lectores habituales de Grass, o les caía ya mal antes de la revelación sobre las Waffen SS, y políticamente son sobre todo gente de derechas o de los que dijeron que Grass pertenecía a la "izquierda no reconstruida" cuando expresó sus malos augurios en medio de la alegría desbordada de la unificación de 1990. Por aquel entonces, yo estaba haciendo una gira de presentación de un libro por Alemania, hablando sobre todo con estudiantes universitarios -en Bonn, Múnich, Kiel y Stuttgart-, y todos estaban irritados conmigo por mi amistad con Grass. (¿Por qué le había dado a Owen Meany las mismas iniciales que Oskar Matzerath?, me preguntaban sin cesar. "Es un homenaje", respondía, pero no querían oírlo).
No conozco a nadie que haya leído de verdad Pelando la cebolla y quiera que Grass devuelva su Nobel. Las memorias tienen una calidad digna de sus mejores novelas y una primera frase que explica algo que los lectores quizá habían podido tomar por truco estilístico en sus obras anteriores; es lo que pensé yo. "Hoy, como en años pasados, la tentación de camuflarse en la tercera persona sigue siendo grande: iba a cumplir 12 años, pero todavía le gustaba sentarse en el regazo de su madre...". Grass afirma desde el principio que "la memoria es como una cebolla". Dice también: "La breve inscripción dirigida a mí dice: 'Me mantuve callado". Y añade: "Es grande la tentación de pasar por alto mi propio silencio". Grass reconoce que, de niño y adolescente, se sintió fascinado. "Eran los noticiarios: me dejaba arrastrar por la adornada 'verdad' en blanco y negro que presentaban". La autobiografía es una dolorosa confesión. "Una y otra vez, el autor y el libro me recuerdan qué poco comprendía cuando era joven y qué influencia tan limitada puede tener la literatura". Danzig quedó reducida a escombros al final de la guerra; los primeros capítulos de la obra se centran en "el chico que se fue de la ciudad en una época en la que todos sus torreones y tejados estaban aún intactos".
Grass evoca la violación de la viuda Greff a manos de soldados rusos en El tambor de hojalata para contar que su propia madre nunca le dijo dónde ni cuántas veces la habían violado los rusos. "Sólo después de su muerte me enteré -y de forma indirecta, por mi hermana- de que, para proteger a su hija, se había ofrecido a ellos. Ella nunca me dijo nada". La hermana de Grass se hizo monja y luego comadrona. "La fe de su infancia, perdida ante los actos de violencia cometidos por los soldados al final de la guerra, quedó restaurada".
La fe del autor no está recupe
rada. Reconoce haber pensado que las Waffen SS eran "una unidad de élite". Vuelve a disfrazarse en tercera persona para escribir: "Al chico, que se consideraba un hombre, le preocupaba seguramente más la rama en la que servir: si no estaba destinado a los submarinos, que ya casi no aparecían en las noticias, entonces sería un tanquista...". Luego reconoce: "Lo que había aceptado con el estúpido orgullo de la juventud quise esconderlo tras la guerra por un sentimiento de vergüenza recurrente. Pero la carga seguía estando ahí, y nadie podía aliviarla". Sobre el diario que Grass perdió en la guerra, sólo dice: "No es algo que pueda olvidarse fácilmente: muchas veces ha hecho que me sintiera perdido".
Aunque Grass destaca que "nunca apunté a través de una mira, nunca toqué un gatillo y, por tanto, nunca disparé un tiro", el hecho de que cambiara su uniforme de las Waffen SS, con "aquellos ornamentos" (la doble runa) en el cuello, por "una chaqueta corriente de la Wehrmacht" fue obra de un viejo soldado que acogió al joven de 17 años bajo su protección; el primero de una lista de "ángeles guardianes" que cuidaron del autor en ciernes. Pero el soldado que le hace cambiar de uniforme pierde las dos piernas, y Grass resulta herido por metralla. "No emití un solo sonido; me quedé de pie, con el pantalón empapado de pis, contemplando las entrañas de un chico con el que acababa de estar charlando. La muerte parecía haber encogido su cara redonda".
Después de la guerra, el aprendiz de artista observa: "Cualquiera que haya visto no sólo cadáveres de uno en uno sino amontonados sabe que cada nuevo día es un regalo". Cuando es prisionero de guerra y le enseñan imágenes de Bergen-Besen, Grass se limita a decir: "No podía creerlo". Escribe: "Al principio, incredulidad, con el impacto del blanco y negro de las fotografías del campo de concentración; después, me quedé sin habla".
Grass confiesa que, cuando los estadounidenses le dejaron en libertad, a los 18 años, no sintió ninguna culpa. Se desliza de nuevo en la tercera persona y habla del "estraperlista sin rumbo que llevaba mi nombre". Habla de sus tres ansias: el hambre normal, de comer (en el campo de prisioneros de guerra estuvo a punto de la inanición), "el deseo de amor carnal" y el ansia de arte ("este deseo de conquistar todo con las imágenes").
Fue mucho más tarde cuando le surgió la necesidad de hablar: Grass dio a uno de sus libros el título de Über das Selbstverständliche, y recuerda que en Tel Aviv, en 1967, "tenía 39 años... y fama de revoltoso por mi tendencia a sacar a la luz lo que llevaba demasiado tiempo escondido bajo la alfombra". Las idas y venidas entre ocultación y revelaciones hacen que Pelando la cebolla sea un libro fascinante y abrasador. "Yo, el niño de la guerra gravemente quemado y, por consiguiente, inexorablemente atento a la contradicción", dice de sí mismo. "Cualquier cosa con un ligero tufillo a nacionalismo me parecía repugnante".
Hacia el final del libro, Grass dice sin rodeos: "Practicaba el arte de la evasión". Lo más sobrecogedor de esta autobiografía es la sinceridad de Grass a propósito de su falta de sinceridad. Desde esta frase: "Estaba total y completamente envuelto en mi propia existencia y los consiguientes interrogantes existenciales, y no podía importarme menos la política diaria", hasta esta otra: "Tengo que reconocer que tengo un problema con el tiempo: de muchas cosas que empezaron o terminaron de forma concreta no fui consciente hasta mucho después".
En todo el libro están presentes los orígenes, las verdaderas fuentes de detalles que los lectores recordarán de las novelas de Grass: la referencia a Oskar Matzerath, que "consiguió trabajo como modelo", es especialmente significativa para mí. Están también la aparición (en un pueblo de Suiza) de "un niño de unos 3 años... con un tambor de juguete colgado del cuello" -que basta para que cualquier lector de El tambor de hojalata se estremezca- y esta discreta observación: "Uno nunca sabe de dónde va a salir un libro".
Lo que hace que estas memorias resuenen con tanta fuerza es la certeza moral, la claridad con la que se hace responsable. Los primeros amores, la primera esposa y todo lo que conduce a la redacción de su primera novela están reflejados aquí, pero, como siempre, lo que mejor hace Grass es pedirse cuentas a sí mismo. "Por más que un autor acabe dependiendo de los personajes que ha creado, él es quien tiene que responder de las buenas y malas acciones que cometen".
Aunque esta autobiografía termina bruscamente con la publicación de El tambor de hojalata en 1959, cuando el joven novelista y su mujer fueron a la Feria del Libro de Francfort y "bailaron hasta la madrugada", no es fácil que haya una continuación. Grass encuentra una forma elocuente de acabar: "A partir de entonces, viví de página en página y de libro en libro, con un mundo interior rico en personajes. Ahora bien, para contar todo eso, no tengo ni la cebolla ni el deseo".
En agosto del año pasado leí
en Spiegel Online las reflexiones de un antiguo miembro de las Waffen SS llamado Edmund Zalewski, que había investigado por su cuenta después de la confesión de Grass (ninguna de las personas con las que habló Zalewski podía recordar a ningún Günter Grass). Tras la guerra, Zalewski "nunca perdió el contacto" con sus viejos colegas de las SS. Todavía es el secretario de la Hermandad Frundsberg, un grupo de veteranos cuyos miembros se reúnen una vez al año en diversos lugares de guerra. "En este momento ya no somos más que 60 camaradas", decía Zalewski. "Antes era distinto, claro, pero ahora todos tenemos por lo menos 80 años".
Fíjense: Grass aún se siente culpable por haber sido reclutado para las Waffen SS a los 17 años, mientras que otros soldados mayores que él de la división Frundsberg de carros de combate organizan reuniones. Y, sin embargo, el más sonoro detractor de Grass -Christopher Hitchens, en Slate- dice que es "una especie de bocazas y un fraude, y algo hipócrita". Son los cobardes que critican a Grass -incluidos necios como Hitchens- los que deberían avergonzarse.
Este otoño, Günter Grass cumplirá 80 años. Habrá celebraciones en toda Alemania; ya sé de una en Gottingen y otra en Lubeck. Yo pienso asistir a la fiesta de Gottingen y quizá también a la de Lubeck.
La dedicatoria de Pelando la cebolla dice: "Allen gewidmet, von denen ich lernte" ( "dedicado a todos aquellos de los que he aprendido"). En mi opinión, todos los escritores que han leído verdaderamente a Grass están en deuda con él. Yo sé que lo estoy.
© The New York Times Company Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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