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Columna
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Iberistas

El escritor José Saramago levantó este verano una tormenta geológica al vaticinar que, con el tiempo, España y Portugal acabarían fraguando la unión ibérica. La idea, sin embargo, no era nueva; ya la había planteado antes en una deliciosa novela titulada La balsa de piedra. En ella, la Península se desgaja del continente por los Pirineos a causa de una raya trazada en la tierra con una vara de negrillo. Un hombre siente entonces el temblor del suelo bajo sus pies y a otro lo persigue una ruidosa bandada de estorninos, y hay una mujer que no cesa de desovillar un calcetín de lana azul mientras todos van navegando por el océano en una audaz aventura hacia la utopía. No me refiero ahora al ámbito político, sino al novelesco, que es el espacio más idóneo para perder cualquier sentido nacional de la existencia.

A poco que se haya viajado, cualquiera acaba dándose cuenta de que nació en el país equivocado. La identidad no se fragmenta por cruzar una frontera, sino al contrario, se ensancha hacia otras derivas apasionantes, sobre todo cuando se comprende que hay seres en otros países con los que uno tiene más que ver que con sus propios compatriotas. Los portugueses son tan enrevesados como nosotros, sólo que menos autóctonos, lo cual no deja de ser una gran ventaja a su favor. Quizá por eso no existe otra ciudad como Lisboa para sentirse perdido y en casa al mismo tiempo. Pero como los lugares del corazón no caben del todo en el pensamiento, sólo podemos comprenderlos metafóricamente.

Los iberistas nunca fueron guerreros, sino gente pacífica y un punto ácrata que cree más en la fraternidad que en el Estado. Tipos algo anarquistas, que desde los cafés de la Baixa sueñan todavía con el horizonte de los mares de Camoens, nunca antes navegados.

No es fácil explicar por qué a veces nos sentimos tan profundamente portugueses. Algunos buscan las razones en el pasado, pero yo creo que sería mejor encontrarlas en el futuro, en esa parte del espíritu donde bulle la imaginación, y en la que anidan también la melancolía y el sentido del humor, que son los dones con que los dioses suelen recompensar a ciertos pueblos olvidados.

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