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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Inmigración y mercado

La significativa reducción en la llegada de cayucos y pateras a las costas españolas durante el mes de agosto, además de los datos de empleo legal de trabajadores extranjeros en nuestro país, constituyen un inmejorable punto de partida para abordar el fenómeno de la inmigración como una política de Estado, con la que deberían comprometerse todos los partidos. En demasiadas ocasiones, las diferencias entre unas fuerzas políticas y otras han tenido su origen en una visión a corto plazo, cuando no en un abierto oportunismo apoyado en análisis simplistas de la realidad. No basta con afirmar que los inmigrantes huyen de la pobreza y la falta de expectativas en sus países de origen; es preciso, además, conocer los mecanismos que han permitido absorber en los países de destino una masiva mano de obra que, en pocos años, ha accedido al mercado laboral tanto por vías legales como ilegales.

El primer ministro francés, François Fillon, faltó a las exigencias de la cortesía diplomática al afirmar que el presidente español lamentó en un encuentro oficial la regularización de trabajadores extranjeros que llevó a cabo su Gobierno. Tampoco Zapatero estuvo afortunado al sugerir que el Ejecutivo francés emitiría una nota aclaratoria, en lugar de limitarse a desmentir a su colega. El hábito de anticipar acontecimientos puede provocar tropiezos en política interior, y una innecesaria irritación en la exterior: ningún Gobierno consiente que sus iniciativas parezcan dictadas por otro. El roce no debería tener mayor recorrido, y así parecen haberlo entendido en París y Madrid. Pero tampoco debería reabrir en nuestro país la controversia acerca de las regularizaciones de inmigrantes. Como cláusula de cierre, como último recurso, sirven para evitar que el sistema democrático se vea forzado a consentir la existencia de personas a las que no ampara ninguna ley, condenándolas a un estado de semiesclavitud del que se aprovechan empleadores sin escrúpulos.

Tras los titubeos del pasado año por estas mismas fechas, cuando la vicepresidenta Fernández de la Vega anunció un "endurecimiento" de la política de inmigración, el Gobierno parece haberse decantado por una fórmula más adecuada: no se trata de perseguir la contratación de trabajadores ilegales, sino de acabar con la contratación ilegal de trabajadores, sean nacionales o extranjeros. Cualquier Estado está legitimado para exigir en sus fronteras las condiciones que estime oportunas, dentro del respeto a la ley interna e internacional; con estas mismas limitaciones, también puede expulsar de su territorio a las personas que no las cumplan, siempre salvaguardando su dignidad.

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Pero es una mala política, además de peligrosa para los derechos humanos, creer que las fronteras son el ámbito donde mejor se aborda el control de la inmigración, cuando es un fenómeno vinculado sobre todo a las características del mercado laboral. La reiterada cantinela de que "no se pueden poner puertas al campo" tiene que ser traducida a términos políticos más comprensibles: mientras exista oferta ilegal de empleo, habrá tráfico ilegal de trabajadores extranjeros a través de las fronteras. Y endurecer las condiciones en las fronteras, sin enfrentarse a la oferta ilegal de empleo, sólo se traduce en más beneficios para las mafias y mayores riesgos para los inmigrantes.

Según los datos que ha facilitado el Gobierno, 200.000 inmigrantes llegan a España cada año con visado y contrato de trabajo en regla. Su aportación, al igual que la de los miles que permanecen en situación de ilegalidad, ha resultado decisiva para el crecimiento económico español de la última década. A los poderes públicos, al igual que a los sindicatos y las organizaciones empresariales, les corresponde distinguir entre una y otra manifestación del fenómeno de la inmigración. Desde todos los puntos de vista, es preciso trazar una línea infranqueable entre lo que constituye un problema, la existencia de una vigorosa economía sumergida en la construcción, la agricultura intensiva y los servicios, y lo que no lo es ni puede serlo: la presencia de extranjeros que trabajan en nuestro país de acuerdo con los derechos y obligaciones que establecen las leyes.

Puesto que la maquinaria electoral de los partidos se prepara para la próxima convocatoria de marzo, es el momento de que hagan públicas sus propuestas sin dejarse llevar por el oportunismo ni por los análisis simplistas. La experiencia de los sucesivos Gobiernos y sus diferentes políticas deberían interpretarse como parte de un capital colectivo en la gestión del fenómeno de la inmigración, del que cabría deducir la orientación y las medidas más eficaces.

Cualquier intento de exhibir músculo en el trato a los trabajadores extranjeros, dejándose llevar por la pendiente de prometer leyes o medidas cada vez más inhumanas y discriminatorias, sólo conduce a una estación de difícil retorno: la xenofobia. Durante mucho tiempo se ha perseguido a quienes eran contratados ilegalmente en lugar de mostrarse inflexibles con quienes les contrataban. Si los Estados democráticos se han cebado con los más débiles en esa relación fraudulenta, ha sido porque los más fuertes, como nacionales que son, tienen derecho al voto, y ningún partido ha querido arriesgarse a perder su apoyo.

Los pactos de Estado están, entre otras cosas, para liberar a las instituciones de estas servidumbres, tan inaceptables como las que padecen algunos trabajadores extranjeros contratados ilegalmente.

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