La lírica del cowboy
El planeta de la música está habitado por un puñado de triunfadores y por un cargamento de fracasados. El protagonista de la notable Chanson d'amour, tercer largometraje de Xavier Giannoli, es uno de esos fracasados. Pero sólo en apariencia. Porque detrás de su horrenda fachada deambula uno de esos espíritus tranquilos que, a base de caídas, resurrecciones y recaídas, se ha hecho duro como una roca. Un descreído con el negocio, con el amor, con la vida. El inmenso Gérard Depardieu pone rostro y cuerpo a esa roca anclada en el pasado.
El francés Giannoli ha conseguido en Chanson d'amour eso que tanto se echa de menos en tiempos de extravagancia narrativa, de deconstrucciones más o menos indignantes y de historias cruzadas hasta el desmayo: contar un relato tan sencillo como atractivo, reproducirlo de forma lineal, resultar creíble, apoyarse en bonitos detalles formales que no despisten de lo que realmente tiene importancia, y poner al mando a un intérprete superdotado.
CHANSON D'AMOUR
Dirección: Xavier Giannoli. Intérpretes: Gérard Depardieu, Cécile de France, Mathieu Amalric, Christine Citti. Género: drama. Francia, 2006. Duración: 112 minutos.
Depardieu es un aparente perdedor que, como los viejos caoboys del Oeste (su personaje parece Randolph Scott en una película de Budd Boetticher), aún mantiene su aura. Anclado en un vestuario de hortera de los ochenta, gordo, feo, sin demasiado pelo y éste demasiado largo, Depardieu es un cantante de orquestilla que se gana la vida en hoteles y discotecas más cercanas al geriátrico que a la juventud baila.
Todo un personaje. Enfrente, Cécile de France interpreta a una bella treintañera que debería sentir repulsión física ante la añeja figura, repulsión afectiva ante las galanterías de viejo zorro trasnochado. Una chica capaz de poner del revés el mundo de cualquiera. Un personaje que Giannoli dibuja huyendo del cliché de la mujer fatal, adaptándola a los nuevos tiempos, lo que la hace mucho más contemporánea, más redimible, más aterradora.
Melancolía
El ritmo impuesto por Giannoli a las conversaciones, pausado pero no tedioso, es otro de los grandes aciertos de la película, comandada por la música ligera de las canciones del protagonista, aunque también por la extraordinaria banda sonora de Alexandre Desplat Autor de partituras aceradas, sofisticadas y plenamente integradas en el estilo de cada producción, Desplat hunde esta vez su batuta en la melancolía que domina una historia en la que los personajes evolucionan como deben, y en la que el magnífico Mathieu Amalric ejerce de tercer vértice del triángulo.
Habrá quien, hubiese culminado la película un minuto antes del final. Quien hubiese preferido la podrida desolación en lugar del soplo de aire fresco. Pero ya que corren malos tiempos para la lírica, dejemos que un cargamento de románticos disfruten del desenlace mientras un puñado de descreídos salimos del cine sin ver muy claro el futuro del último plano.
Babelia
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