Lo que nos tocó de guerra fría
Un año antes de que se firmaran los acuerdos de Paz de Esquipulas por los presidentes centroamericanos, en agosto de 1987, la guerra que envolvía de una u otra manera a toda la región no parecía tener un fin previsible, ni pareció tenerlo aún después que se firmaron los acuerdos, porque siguieron creciendo los enfrentamientos en el campo de batalla, y aumentó el número de víctimas, de muertos, heridos, discapacitados y desplazados, lo mismo que los daños materiales, de los que ya se perdía la cuenta.
Pero había, en medio de la incertidumbre en cuanto a la efectividad de esos acuerdos, que tardaron en tomar un cuerpo real, la voluntad de los presidentes que los habían firmado, y que es la que a la postre rendiría frutos. Cada uno de ellos tenía sus propios motivos, sus propias contradicciones internas, sus propias limitantes, sus propias creencias ideológicas, pero fue una sola voluntad. Y esa voluntad tampoco coincidía en todo con los intereses hegemónicos que fuera de la región centroamericana tenían que ver con la guerra.
En Moscú, tras la llegada de Gorbachov al Kremlin ya nadie pensaba que la confrontación en Nicaragua pudiera tener una salida militar, y ellos mismos empezaban a urgir al Gobierno sandinista para hallar una salida negociada; pero los halcones en Washington creían que los contras aún podían ganar la guerra, y obtenían más recursos en el Congreso para financiarla. Es allí donde la voluntad de los presidentes centroamericanos se apartó de la voluntad de la Administración de Reagan. Cerraron los oídos a las presiones y a los consejos arrogantes, y se decidieron a llevar el proceso de paz hasta el fin. Si no es por eso, nunca hubiéramos tenido la paz de que ahora gozamos.
No era una situación fácil para ninguno de ellos. El presidente Vinicio Cerezo, de Guatemala, que había ganado las elecciones a la cabeza de una fuerza emergente y nueva en el Gobierno, como era la Democracia Cristiana, no tenía todo el poder en sus manos, ni menos tenía de su lado al Ejército. Era el mismo caso del presidente Napoleón Duarte, de El Salvador, electo a la cabeza de la Democracia Cristiana, que no tenía hasta entonces confiabilidad política de parte del Ejército, ni de los estamentos conservadores del país. Para muchos, negociar era rendirse a la insurgencia.
En el caso del presidente Rafael Azcona, de Honduras, del Partido Liberal, su situación era de las más críticas, porque las bases militares de la Resistencia Nicaragüense, el nombre oficial de la contra, estaban abiertamente establecidas en su propio país, y así lo reconoció el mismo en uno de sus primeros actos de valentía; y en Honduras funcionaban también bases militares de Estados Unidos. El presidente Óscar Arias, de Costa Rica, no contaba más que con el prestigio democrático de su país para asumir la iniciativa de la mediación, y tras tropiezos iniciales, sujeto también a múltiples presiones, lo logró.
Pero menos fácil era la situación para el presidente Daniel Ortega, de Nicaragua, que dependía de los suministros de la Unión Soviética y de los países del bloque socialista para sobrevivir, en medio de un agotamiento del servicio militar obligatorio como recurso para seguir alimentando al Ejército Sandinista, de la destrucción de la economía, la inflación, el desabastecimiento y el bloqueo de los Estados Unidos, mientras las fuentes soviéticas se cerraban. No podía ganar la guerra, pero tampoco podía permitirse perderla, de modo que la salida única que tenía era la política. Negociar, entrando por la puerta que le abrían los acuerdos de Esquipulas, lo que implicaba hacer sustanciales concesiones internas en Nicaragua, algo que equivalía a que se cayeran las estrellas. Reformar la Constitución Política recién promulgada para adelantar las elecciones, reformar la ley electoral, dictar una amnistía general, dar paso a la participación de los contras en la vida política, permitir un proceso electoral abundantemente vigilado por observadores internacionales. Todas esas concesiones, a la postre no significaron otra cosa que la pérdida del poder por la vía electoral, como ocurrió en 1990, la mejor prueba de que los acuerdos de paz habían triunfado.
El presidente Ortega tenía entonces la fuerza suficiente para negociar, y cumplir con lo acordado, sobre todo por el respaldo de su hermano Humberto, jefe del Ejército, que encabezó las negociaciones con la contra. Era un poder armado para librar la guerra, y no había fisuras en él. Aquellas negociaciones dieron como primer fruto los acuerdos de Sapoá, firmados menos de un año después, en marzo de 1988.
No fue el caso de los presidentes de Guatemala y El Salvador, que no gozaban de la entera confianza de sus ejércitos, ni de quienes dentro y fuera de sus países adversaban de la salida negociada. Tuvieron que venir luego otros, el presidente Álvaro Arzú en Guatemala y el presidente Alfredo Cristiani en El Salvador, a cerrar el ciclo de la negociación, porque ellos sí contaban con el respaldo total que a sus antecesores les había faltado, y así pudieron firmar, años después, los acuerdos definitivos de paz con las fuerzas insurgentes de izquierda en sus respectivos países.
El proceso de paz de Esquipulas fue ejemplar, y es un hito en la historia de Centroamérica, por la voluntad política de quienes suscribieron los acuerdos, pese a las grandes diferencias ideológicas, y sobre todo porque los pueblos, hastiados de guerra, querían la paz. Uno de los grandes momentos que hemos vivido en nuestra historia, sólo comparable al fin de la Guerra Nacional contra los filibusteros en 1857, que fue posible también sólo gracias a una concertación de voluntades entre gobernantes con posiciones ideológicas igualmente encontradas.
Si es cierto que nos tocó ser parte de la guerra fría, también es cierto que donde la guerra fría empezó a desvanecerse fue en Centroamérica.
Sergio Ramírez es escritor y fue vicepresidente de Nicaragua.
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