Cae otro leal de Bush
La dimisión del controvertido Alberto Gonzales como fiscal general (ministro de Justicia) de Estados Unidos abre otro serio boquete en la recta final de un presidente que ha caído a niveles muy bajos de popularidad pero al que aún le quedan casi 16 meses en la Casa Blanca. George Bush está cada vez más solo, política e ideológicamente, tras la salida, de entre otros, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld; el director de Comunicaciones, Dan Bartlett, y, a finales de esta semana, Karl Rove, el mago demoscópico que le encumbró. Rove y Gonzales, íntimos amigos de George W. Bush desde su etapa como gobernador de Tejas, eran dos de los pilares ideológicos más sólidos del presidente.
Bush pierde, pero su país y el resto del mundo ganan. Gonzales, tras el 11-S, apoyó desde la Casa Blanca, donde fue jefe de la asesoría jurídica durante el primer mandato de Bush, el uso de la tortura a presos en la llamada guerra contra el terrorismo, la existencia de un limbo jurídico de detención como la base de Guantánamo y las escuchas telefónicas sin mandato judicial a miles de ciudadanos. Pero la gota que desbordó el vaso fue el cese de nueve fiscales a finales de 2006 por no seguir su cuerda política, lo que politizó la justicia en un país que aún cree en la división de poderes. El escándalo de los fiscales le llevó a comparecer ante el Congreso de EE UU, donde libró un testimonio por el que podría ser acusado de perjurio.
Gonzales era un producto típico del sueño americano. Hijo de campesinos mexicanos, estudió Derecho en Harvard y llegó al máximo puesto en la Administración tras haber sido el asesor y secretario de Estado de Bush en Tejas, además de miembro de la Corte Suprema de ese Estado. Su influencia en la Casa Blanca fue determinante, aunque contó entonces con la plena coincidencia en sus posiciones del primer fiscal general de Bush, John Ashcroft. Fue entonces cuando elaboró un famoso memorando en el que consideró válidas algunas formas de tortura de presos en Afganistán, Irak y otros lugares e inválidas las convenciones de Ginebra sobre el trato a prisioneros de guerra.
Gonzales, como Rove, no son ratas que abandonan el barco de una presidencia que se hunde -que también las hay-, sino protagonistas de escándalos que han derivado en graves investigaciones cuyas consecuencias todavía están por delimitar. Queda en su puesto, sin embargo, el que más hilos mueve, el vicepresidente Dick Cheney. Es lamentable que lo que era una brillante carrera como la de Gonzales haya quedado embarrada a los 52 años. Pero él y otros en la Administración han contribuido a que Estados Unidos traicionara sus raíces democráticas. Los presos que se acumulan sin juicio son un triste ejemplo. Es necesario que la mayor potencia del mundo recupere lo mejor de sí misma.
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