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Reportaje:PERSONAJE

Un masai de Bristol

Graham Pendrill, un acomodado ciudadano británico, viajó por todo el mundo antes de encontrar, a los 60 años, su lugar en el mundo conviviendo con un clan masai en el corazón de Kenia. Allí es simplemente Abraham Siparo, el masai blanco.

"Estoy de pie, apoyado en mi vara, y en mi corazón y mi mente puedo percibir qué cosas van a pasar. ¡Nunca he tenido las ideas tan claras ni me he sentido tan seguro en mi vida!". Con su pelo y su piel más blancos que la leche y un acento british que haría sonrojar al mismísimo Rex Harrison en su papel de profesor de inglés de Audrey Hepburn en My fair lady, Graham Pendrill se siente un miembro más de los masais, un pueblo nómada que se dedica al pastoreo en las zonas montañosas de Kenia y Tanzania. Tanto es así que cuando viaja a Inglaterra, su país de origen -para reabastecer sus bolsillos haciendo toda clase de trabajos-, pasea por las calles de Bristol enfundado en su colorido khanga (pareo), con su shuka (especie de mantón alargado) roja sobre el hombro y su vara de mando, un artilugio con más utilidades (pastoreo, descanso, apoyo, defensa) que una Blackberry.

"Los masai nunca cambiaron y no echan nada en falta. La dignidad de esta gente debería ser la de todos"

A pesar del desconcierto de la gente, cuando entra a una farmacia, al supermercado o recibe en el aeropuerto, él va por la ciudad con la misma naturalidad, dignidad, elegancia y calma que "los suyos" por las laderas africanas. Pero en África también da lugar a reacciones semejantes por parte de los habitantes del país, que sonríen al ver al pasar al masai wazungu (blanco). El suyo no es el caso del típico ejecutivo estresado que deja todo para encontrar la verdad en el rincón más recóndito del planeta. Tampoco es un millonario excéntrico en busca de emociones y, lo que menos, es el buen occidental que intenta defender la causa masai o adoctrinar a sus miembros. Para explicar su causa, habría que hurgar en la historia de un hombre que, al borde de los 60, le ha perdido el miedo al futuro, al peligro y al ridículo, y que ha encontrado su lugar en el mundo contemplando las estrellas en este recóndito rincón de África.

Como los masais, Graham vive el presente. Sólo trabaja cuando necesita dinero, generalmente para viajar. Y ha viajado mucho. Ha recorrido gran parte de América del Sur, del Norte, África y Asia. De joven se dedicaba a la restauración de casas antiguas en Bristol y las vendía. Luego se enfrascó en el diseño: empezó ideando una nave vikinga y construyó una embarcación normanda con la que junto a su perro estuvo navegando por los ríos de Gales. La BBC dedicó un documental a su travesía. También pasó medio año en el Reino de Tonga dando clases de estudios sociales. Al morir su padre, un alto cargo de la Logia Masónica, le dejó una cuantiosa herencia con la que Graham compró un viejo hospital en Almondsbury, en las afueras de Bristol. Lo rehabilitó y lo convirtió en una fastuosa tienda de antigüedades. Es aquí donde vive cada vez que regresa al Reino Unido, "donde ahora me falta el aire", a una mansión de 12 habitaciones que, tras su conversión africana, alquila a inquilinos circunstanciales.

En ese punto del globo perdido entre Nairobi y Kenia, Graham Pendrill dejó a un lado su pasado y sus raíces para convertirse en Abraham Siparo, tal como le rebautizaron los de su nuevo clan. Él se siente parte de esa etnia y vive como ellos, viendo con desazón cómo la codicia va acotando con espléndidos resorts los pastos por los que su gente pasea el ganado, "pero los masais son muy resistentes y no renunciarán a seguir viviendo como masais", asegura con orgullo. Sin embargo, muchos niños de la tribu comienzan a sucumbir seducidos por las brillantes luces de la ciudad, Nairobi. Las leyes les obligan a escolarizarse, otra cosa es que las acaten, porque, entre otras cosas, "muchos críos opinan que ir a la escuela es una pérdida de tiempo, que allí no hay nada que aprender. Sólo les enseñan el conocimiento blanco: nuestra geografía, nuestra historia...".

La conversión de Pendrill no fue producto de una fascinación irresistible. A lo largo de los últimos 30 inviernos había recorrido distintos países de África durante un promedio de seis semanas en cada travesía. Pero hace tres años, de visita por Kenia, en una noche rabiosamente lluviosa, cuando regresaba en coche de una excursión por el lago Magardi, recogió a un masai que andaba por la carretera solo y calado hasta los huesos. "Para agradecerme el gesto, bebimos un té en su choza y luego seguí mi camino. Unos días más tarde regresé a visitarle y me quedé unas semanas, nos hicimos amigos. Conviví con su tribu, compartiendo sus costumbres". Tradiciones como, por ejemplo, muy de mañana y tras una larga caminata con el ganado, recuperar fuerzas a base de un peculiar tentempié, "una mezcla revitalizante de sangre, grasa fría y trozos de carne. Ellos son muy sanos de mente y cuerpo, y aunque parezca extraño, esa masa sabe bien y te proporciona una fuerza extraordinaria. ¡Es pura proteína!".

A Pendrill no le supuso ningún esfuerzo acostumbrarse a renunciar a la modernidad y al reloj. Durmió con ellos junto -y no dentro porque se dedica a cuidar el ganado- a sus chozas "de barro, varas y estiércol de vaca". Dentro sólo hay suelo. Ni siquiera tienen algo parecido a una mesa, pero Abraham Siparo descansa mejor que en un colchón de látex. "Me duermo con un oído alerta y me relajo. Incluso despierto siento una serena energía interior y la sensación de una inmensa felicidad. Me quedo mirando el cielo, la luna, las estrellas, el espacio y la distancia más allá de la comprensión. Todo es como debería ser. Algunas horas más tarde, quizá una, dos o mil, los rayos del nuevo día me despiertan con cuidado, con una sonrisa, y llega la primera taza de té africano. Soy feliz".

La naturaleza acuna a sus criaturas y les proporciona casi todo lo que necesitan. Allí nada se compra, las cosas no vienen en paquete. Aún funciona el trueque; como son pastores, cambian carne por verduras. A veces también venden una vaca para comprar telas u otras provisiones en el mercado en la ciudad. Pero casi todo se cultiva o se hace. Graham Pendrill insiste: "Fui feliz, pero tuve que regresar al Reino Unido". Y desde su mansión con el típico sol grisáceo de Gran Bretaña rememoraba con nostalgias las relajadas charlas existenciales que tenía con los masais sobre las vacas, los niños, los mayores, los cambios de la naturaleza, la lluvia, la sequedad de los ríos, la bajada de los lagos... Y ese sentido del humor que sólo se puede entender en África. "Los masais no cuentan chistes ni hacen bromas, pero cuando ríen con esa risa gutural, parece que la tierra misma es la que se parte a carcajadas". ¿Y qué les hace tanta gracia? "Mirar a los niños jugar y hacer tonterías".

Mientras, Almondsbury era un infierno lleno de coches, estrés, competencia, prisas, vanidades... Los días de Pendrill en la ciudad estaban contados. "En África", explica el masai wazungu, "tienen un respeto total por cualquier criatura de la naturaleza y jamás dañan a nadie. Los desacuerdos son desagradables y siempre encuentran una solución, nunca llegan a las manos. Viven la vida que nosotros, como especie, tenemos el designio de vivir. Evolucionamos, hemos saltado hacia otro mundo, demasiado tecnológico en mi opinión, y ellos no. Nunca cambiaron y no echan nada en falta. Pienso que la dignidad de esta gente debería ser la de todos".

Así que Pendrill regresó a África, con su nueva familia y amigos. En Kenia cogió un ciclomotor-taxi, el de Peter, según ponía el cartel. "Durante el viaje, Peter y yo hablamos de esto y de lo otro, y nos hicimos muy amigos. Y es que sólo en África uno puede hacer amigos así. Allí las relaciones son más rápidas, fáciles y genuinas".

El idioma, explica Graham, nunca fue obstáculo: "Todos hablan cuatro idiomas: lenguas africanas como el suajili, el kikuyu o el luo, y también inglés, que dominan seguramente debido a las influencias de la colonización británica de mediados del siglo XIX. La gente, aunque no ha ido a la escuela, puede leer y escribir. "Son personas muy vivas, arrolladoras, de otro tiempo y otro lugar". Los masais le han obsequiado con otra visión de la vida, pero ¿qué les ha dado él a ellos? "Mi amistad, un lazo que consideran fuerte, para siempre y enriquecedor. No me preguntan sobre mi otra vida, creo que no les interesa, y me aceptan".

En Kenia se vive en 2007 con más o menos restricciones y limitaciones que el resto del planeta. En la aldea masai, el reloj hace tiempo ha dejado de contar minutos, horas y años. Animistas, las fotos no les hacen ni una pizca de gracia. Sólo después de dos meses viviendo con ellos, Graham pudo usar su cámara fotográfica, pero sin apuntarles, tomando imágenes casuales. Por otra parte, es un matriarcado muy endogámico, nadie se casa con gente de otras tribus. Ya no, pero hasta hace cosa de cincuenta años, si nacía un bebé fruto de dos pueblos diferentes, le mataban. "Lo mismo solían hacer con la criatura si nacía con alguna malformación o minusvalía, sinónimo de debilidad para un entorno hostil. En cierta medida", justifica Abraham, "esto es lo que mantuvo fuerte la raza".

Los masais no se enamoran, se respetan y se cuidan. "No se encaprichan en el sentido occidental de 'eres muy sexy, guapa, y quiero besarte'. Ellas suelen decir: 'Es un buen hombre, tiene siete vacas y trabaja duro', y ellos: 'Es una mujer fantástica, y mantiene muy bien el hogar". El sexo, sólo permitido en el matrimonio, es procreación, y el instinto es crucial: "Saben cuándo tener relaciones o no", comenta Pendrill, "y a los dos días de haber mantenido una relación carnal detectan si están preñadas, pero ese sexto sentido también les es útil para oler el peligro, cuándo está por llegar alguien, si eres buena o mala persona. La suya es una capacidad admirablemente animal".

El siglo XXI, con su pregonado cambio climático, también les ha obligado a variar costumbres. "Ahora han recurrido a los camellos, porque aguantan bien la desertización. Jamás los comen, los respetan y sólo beben su leche. Cuando el animal llega a viejo, le ayudan a morir". Precisamente esa comunión con la naturaleza es uno de los asuntos que más han impactado a Pendrill. "Si cuando sacrifican un animal, éste sufre y chilla, pese a que su carne es valiosísima, no lo comen, lo incineran. No podrían alimentarse con un ser cuyo sacrificio ha sido realizado de una forma indigna. Igual pasa con los árboles: si necesitan madera, cortan las ramas que precisan de un modo que no sólo no agrede, sino que refuerza la planta. Jamás harían daño a nada o nadie".

Conocer a los masais cambió su modo de entender la vida. Abraham Siparo lleva a un africano dentro, pero también carga con Graham Pendrill. Así que la aventura continúa. A salto de mata entre Almondsbury y su tribu está el dinero que necesita para vivir la vida loca que desea, viajando por África desde su aldea masai, el sitio que le da paz, felicidad y la sensibilidad para absorber y disfrutar cada segundo. África e Inglaterra son para él partes que integran un todo. Vive entre los dos lugares, ambos son necesarios para mantener su equilibrio.

La auténtica jungla queda en Mumbasa o Nairobi dónde, como en otras ciudades africanas, el instinto de supervivencia puede arrasar con todo. Allí también tiene amigos y sabe bien lo que se cuece. "La gente se mata o se hace matar a una a otra por cualquier desagravio. Abunda la prostitución y es habitual ver a niños huérfanos sin hogar que viven en manadas dentro de las alcantarillas". Pero ha sido Nairobi, también, la que le ha tendido a Abraham Siparo una trampa irresistible. Allí conoció a John, un guitarrista que acompaña en sus giras a Joseph Kamaru -auténtico astro local-, y decidió unirse a su banda: Nzenze & The Peacemakers. Quizá rememorando épocas de juventud, en las que era fan de Buddy Holly, Chuck Berry, Little Richard o Eddie Cochran, y se divertía cantando con un grupo en locales pequeños. Ahora, Pendrill es letrista y cantante del conjunto. Han fundado KUS (Kenian United Sound), un estudio de grabación en el que crean canciones con una peculiar fusión de estilos como el rockabilly, rap y ritmos africanos. La historia continuará, Abraham Siparo no reniega de su clan masai; Graham Pendrill, tampoco de su Inglaterra natal, y el tiempo dirá. En todo caso, ésta es la historia de un hombre que al borde de los 60 le ha perdido el miedo al futuro, al peligro y al ridículo.

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