Las paradojas de la vida de cualquiera
Él nunca había querido tener aquel niño, y lo recuerda ahora, mientras prueba el caldo de verduras para asegurarse de que no está demasiado salado después de añadir la punta de jamón.
No quería a ese niño que ahora mismo juega en la piscina entre muchos otros, porque en aquella época, cuando su mujer le coló un embarazo que no estaba previsto, su vida era compleja, intensa y razonablemente satisfactoria. Él ya tenía una hija de un matrimonio anterior, una niña que se había marchado a vivir lejos, a la ciudad de su madre, para obligarle a desarrollar un programa de viajes -trayectos en coche, billetes de avión, luego de tren, por fin de autobús, a medida que la edad de la pasajera le liberaba de la obligación de ser siempre él quien se moviera- que había enloquecido sus fines de semana durante más de diez años. No quería más hijos, no le interesaban, no los necesitaba. No necesitaba a este niño al que ahora vigila desde la ventana de la cocina, hasta que él le ve, y levanta el brazo en el aire para saludarle, y sonríe al recibir idéntico saludo.
"Vuelve a recordar que él no quería tener a ese niño"
Lo que es la vida, piensa ahora, mientras le echa un vistazo al recetario de cocina que le recomendó su madre, y adoba unos filetes de cinta de lomo con aceite de oliva virgen, limón, ajo y sal, para que se vayan empapando de un sabor distinto al suyo durante un par de horas. Lo que es la vida, su vida, porque él no quería a ese niño, y su mujer, en teoría, tampoco. Ésa fue la primera sorpresa, descubrir que en realidad él no sabía lo que quería su mujer, y que ella no era exactamente la tía legal de la que había hablado siempre a sus amigos. Porque aquel embarazo no fue legal, y no fueron legales las lágrimas, ni las quejas, ni los argumentos de reloj biológico y revista femenina que le endosó de la noche a la mañana. Y él cedió, claro, ¿cómo no iba a ceder, si al final le iba a dar lo mismo? Pero estaba a punto de cumplir cuarenta años, su vida era compleja, intensa, razonablemente satisfactoria, y se prometió a sí mismo que aquel niño no la cambiaría.
Ahora ha cumplido ya 46, y no sabe explicarse muy bien lo que ha pasado. A veces, con la vida de cualquiera pasa algo parecido a lo que va a ocurrir enseguida con las verduras que está metiendo en el vaso de la batidora. Es como si algo, o alguien, apretara un botón de repente y todo empezara a girar muy deprisa sobre una cuchilla que lo va partiendo en pedacitos cada vez más pequeños hasta que lo tritura por completo. Eso fue lo que le empezó a pasar a él en otoño del año anterior, cuando se peleó con su socio, y se quedó en el paro, y las dificultades debilitaron la fragilísima armonía de su dormitorio, y su mujer le planteó la separación, y encontró otro trabajo, y empezó a ganar más que antes, y su orgullo le impulsó a advertir que el divorcio seguía adelante, y conoció a aquella chica tan joven, tan buena, tan guapa, que le convenía tanto, que estaba loca por él y a la que él hizo tanto daño, porque no consiguió enamorarse de ella, pero fingió lo contrario durante unos meses, antes de dejarla. Justo entonces, a mediados de julio, su ya ex mujer le anunció que en agosto le tocaba veranear con su hijo, y creyó que el mundo se le venía encima en el cuerpo y el espíritu, las necesidades y los deberes de un niño de cinco años con el que, al fin y al cabo, él no tenía nada que ver, porque no le había querido nunca.
El puré ya está hecho, le ha salido muy bueno, y los filetes se hacen en un momento, así que se quita la camiseta y, en bañador, sale al jardín de esta urbanización blanca y soleada donde vive por primera vez a solas con su hijo. Al principio intentó evitarlo por todos los medios, pero su hija estaba estudiando inglés en Escocia, su madre ya había quedado con unas amigas en un balneario, sus hermanas tenían planes y ninguna habitación de sobra, y su hermano pequeño, soltero, le preguntó si se había vuelto loco cuando le ofreció el plan de veranear gratis a cambio de echarle una mano con el crío. Ahora se asombra de haber necesitado alguna vez esa mano inepta e indolente, cuando él tiene dos para remar con su hijo en el bote de goma que estrenaron juntos, para sujetarlo en los coches de choque que han puesto en el pueblo, para comer palomitas a medias en el cine donde han visto varias terceras partes de películas cuyas primeras entregas él lamenta haberse perdido, para cocinar, y para bañarle, y para ponerse de portero ahora mismo en un improvisado partido de waterpolo.
Y cuando se deja meter el primer gol, vuelve a recordar que él no quería a ese niño que, lo que es la vida, es ya lo único que está de pie en la suya.
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